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Columna
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Villancicos

Me complace comunicarles que, desde hace justo una semana, mi vida tiene banda sonora. En efecto, el pasado día 3 los vecinos del barrio nos levantamos al son de villancicos, lanzados al espacio municipal, por gentileza del Excelentísimo Ayuntamiento, a través de unos altavoces situados de forma estratégica para que nadie se quede sin su ración de arre arre arre, entre otros estribillos no menos ingeniosos.

Desde ese día, todos nos sentimos como personajes de Frank Capra, entrañables y sentimentales, aunque en versión flamenca, porque flamencos son, de modo invariable, los tres discos navideños que el Ayuntamiento nos pone cada año en plan mantra, supongo que como defensa beligerante de lo étnico.

Desde ese mismo día, para que el clima festivo resulte inmejorable y fastuoso, reluce el alumbrado navideño en nuestras calles, y la vida ya nos sabe a polvorón, comamos lo que comamos, y todo lo que bebemos nos sabe a anís del Mono, y andamos todos, en fin, con trastornos de personalidad, porque llega un momento en que de veras te crees que eres un pastorcillo que camina hacia Belén de Judá con un carnero al hombro para ofrendárselo al niño que tirita en un pesebre.

Son muy misteriosas las fiestas de Navidad: sabemos cuándo terminan, pero resulta imposible saber con exactitud cuándo empiezan, porque su pistoletazo de salida suele depender de las ventoleras del concejal de Fiestas y Playas, o de Fiestas y Deportes, o de Fiestas y Cementerio, según la índole de la extraña combinación que le haya tocado en el reparto municipal de poderes, que suele ser una tómbola estrafalaria.

A falta de 22 días para la Navidad, ya puede ser Navidad. Y, en mi pueblo al menos, sabemos de sobra lo que tal fenómeno implica: villancicos flamencos, con sus quejidos de ande ande ande y sus górgoros de aire cañí y doliente, durante nueve o diez horas al día. Y con eso no puede ni el climalit.

Al cabo de una semana, acabas formándote un lío con el villancico del marinero náufrago al que se presenta el mismísimo Demonio -ya es mala suerte-, con el de las 12 palabritas dichas y retorneadas, con el de los ratones voraces que se cuelan en el portal para comerse Dios sabe qué y con el de los caminos que se hicieron con agua, viento y frío, porque, después de haberlos oído unas mil veces de forma distraída, acaban formando todos ellos en nuestro subconsciente una especie de popurrí surrealista, con sus historias fuera de orden.

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Desde hace una semana, ya es Navidad en mi barrio. Disfrutamos de un fenómeno de anticipación, como quien dice. Gozamos de una Navidad parapsicológica, de una Navidad prematura que es casi un poltergeist. Y, como uno es como es, le entra mala conciencia si no tiene a mano una bandeja de pestiños para las visitas, y no digamos si no les cantas un poco con deje flamenco al son del almirez, porque la calle está ya que hierve de Navidad, de Navidad previsora, de Navidad previa a la Navidad, por si acaso se nos olvida que pronto será Navidad y llegamos a la Navidad sin estar preparados. De modo que arre arre arre.

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