La cervecería de Doré
Hemos conseguido rizar el rizo mientras hacemos un doble salto mortal con tirabuzón que a otros -y a nosotros mismos en un pasado reciente- les hizo puré. Hemos secularizado la festividad de la Inmaculada Concepción y desacralizado la fiesta civil de la Constitución -en este caso, sin mayor mérito, pues nunca llegó a sacralizarse- en una misma operación. Y ambas, por la vía frívola y un punto cínica pero muy saludable del ocio para quien se lo trabaja.
Ahora invertiría los términos (que Monseñor Rouco y Radio María me perdonen). Hace tiempo que las fiestas religiosas perdieron su carácter. (Tenemos encima las-Navidades-son-para-consumir y pasó ya la-Semana-Santa,-para-viajar.) Pero no sacralizar fiestas civiles (con todo mi aprecio por una Constitución o un Estatuto que amparan nuestra libertad y convivencia) tiene también su aquél. No pueden decir otro tanto los franceses con su despliegue patriótico-militar del 14 de julio; o los estadounidenses del 4 de julio y la mano en el corazón, éstos que votan a Bush. Banderas al aire, ampulosos himnos, símbolos por doquier. Ahora sabemos que también en México padecen de ese mal. En Euskadi somos aún propensos a la cosa (ikurriñas, fotos de "mártires" en mítines abertzales y el alderdi eguna). Pero ya menos, como observa Montero en estas mismas páginas (4-12-2004) con innegable agudeza de análisis (dicen que con sarcasmo; siempre hay quien quiere desmerecer al analista).
Pues bien, la desacralización ha venido en esta ocasión de la mano del turismo cultural: el-puente-es-para-ver-museos. Un horror: inmensas colas, tropezones en las salas y empujones ante cuadros y esculturas. Uno pasó hace algunos años por ello (quien esté libre de...). Este año, con ánimo de no contribuir a ese delirio (se acaba fatídicamente el puente), quisiera referirme hoy a dos exposiciones temporales del Bellas Artes de Bilbao. Naturalmente, desde la apreciación del visitante de a pie: el arte se divide en dos, el que me gusta y el que no.
Una de las exposiciones, que produce sensaciones contradictorias, recoge esculturas y dibujos de John Davies (Inglaterra, 1946). En la primera y en parte de la segunda sala, aparece su producción de los 70, la más interesante para mí. Hombres color gris ceniciento, aturdidos, deshumanizados, miradas vacías y perdidas, seres, aunque en compañía, incomunicados, hombres humillados que enlazan con Kafka o Ionesco. Los 70 padecieron el horror de la psicodelia y el rock sinfónico. Pero este creador hizo algo bello y poético esos años, aunque íntimamente triste y desesperanzado.
Pero la joya del museo (por pocos días) son los dibujos de Gustave Doré (1832-1883). Un descubrimiento para el que suscribe. Aborrecía cordialmente los grabados e ilustraciones de Doré. Sus imágenes de L'Espagne o del Quijote, cada rincón pintoresco de la península, me resultaban cansinos, abigarrados, sin fuerza. Nada comparable a los buriles, aguafuertes o aguadas bruñidas de Durero, Rembrant o Goya, por supuesto. Pero tampoco a otros grabados de artistas menores. Por lo demás, su pintoresquismo y parentesco con el romanticismo, los encontraba de un gusto menor.
Sin embargo, el verdadero Doré se encuentra en estos dibujos que el artista realizaba como preparación de las ilustraciones encargadas. Su inspiración la volcaba en sus acuarelas, plumillas y aguadas con gran fuerza dramática y expresividad plástica. Posteriormente -y aquí puede estar el secreto de la menor calidad de sus grabados-, para poder afrontar la enorme cantidad de trabajo que llegaba a su taller, encargaba a un equipo de ayudantes la realización práctica de los grabados.
Y hay una segunda calidad que uno desconocía en el francés: su condición de artista que dialogó con el romanticismo (exigido por algunos temas, Viviana y Elaine, y una cierta vocación narrativa sugerente para el público, Divina Comedia) desde el realismo. Sus primeros dibujos son caricaturas (en la mejor tradición de Daumier), y aunque es indudable su acercamiento a La apoteosis de los héroes (Girodet-Trioson, 1802) o al alemán Caspar D. Friedrich, su fuente de inspiración originaria son sus coetáneos Courbet y Millet, como lo muestran los dibujos para Londres, una peregrinación (1869). Es tiempo de disfrutar, ha pasado ya el puente. Lo tiene hasta el domingo 12.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.