Hay que ver
No me gustaría que prohibiesen las nuevas escenas de tortura de los marines en Irak: que las vean los niños. Y la bestialidad paralela: el asesinato de rehenes maniatados, cegados, por la guerrilla iraquí. Frente a quienes creen que la violencia engendra violencia, que somos imitadores de esas actitudes, creo que hay un rechazo original. Alguien veía a mi lado este horror y decía que no podía verlo sin angustia. Es una buena angustia. La tragedia griega consigue la catarsis, la purificación al suscitar compasión y horror. Creo que lo que sucede, real o imaginario, hay que verlo: cuanto antes, mejor. Desde niño, en los largos años de sangre, me acostumbré a mirarlo todo, a fijarme en aquello de lo que los demás apartaban la vista. Debía ser un primer mordisco de esta profesión. La idea de colocar dibujos animados en lugar de realidades en los horarios llamados infantiles, y hacer que los adultos tampoco vean esas cosas que pasan, me parece aberrante. Los dibujos animados arrojan violencia de otra manera, desde Popeye a Superman, pasando por toda clase de gatos, perros y ratones. Es sinuosa, pegadiza, taimada. Encierra una moral falsa, como casi todas las prefabricadas: el malo tiene poderes, pero los pierde ante un bueno, porque a éste le ayuda la metafísica, aunque llegue en forma de espinacas.
No, hijos míos, no. El malo es el que hace esos dibujos, aquellas películas de Tom Mix, donde el pérfido, dotado de todas las características reprobables, es el indio. O el chino. Los indios fueron los extinguidos, las víctimas del genocidio: y sus descendientes están metidos en reservas. Los chinos llegaban a millares para hacer por monedas el trabajo de llevar el ferrocarril hacia el Oeste: cuando se va en ese tren, se pasa por sepulturas de chinos exhaustos o muertos a latigazos por los capataces blancos. Los marines no son torturadores natos: les han enseñado en sus atroces escuelas. Con el disfraz de que debían aprender por si les torturaban a ellos. En qué falacias reposa nuestra civilización. Y el sexo, en su acepción oficial de "violencia y sexo", que no están emparentados más que en las aberraciones sádicas o masoquistas. Nosotros somos desnudos, aunque no lo estemos. Somos el cuerpo. Hay que conocerlo. El sexo, sea cual sea, es nuestro destino. El amor no es cursi, como trata de decir el discurso del guerrero feliz. Es natural. No tiene edad.
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