Poder andaluz
Desde su fundación el Partido Andalucista ha estado marcado por la personalidad de Alejandro Rojas-Marcos al que ha querido imprimir su propio estilo de político oportunista que abandonó hace tiempo la utopía del ideal andaluz. El PA no ha pasado ni dos años de tranquilidad: primero fue la purga del sector crítico que encabezaban Ladislao Lara y Jimy Sainz Pardo; luego las peleas continuas con Pedro Pacheco hasta la salida de éste. Ahora le toca a Antonio Ortega. Parece que Rojas-Marcos es incapaz de permanecer en un segundo plano, pretende siempre marcar la agenda del partido que fundara. No acepta un papel honorífico, quiere gobernar la organización aunque sea por mano interpuesta. Da igual que en cada momento se usen tácticas diferentes: si él y los suyos se beneficiaron con largueza de los años de alianzas con el PSOE, ahora estos pactos sirven para atacar al secretario general. Rojas-Marcos no tuvo reparo en beneficiar a su prole colocando a numerosos seguidores incondicionales hasta que Antonio Ortega osó enfrentarse al líder y reclamar el poder para sí, empezando por la Consejería de Turismo y siguiendo por la organización interna.
El PA tuvo la oportunidad en 1979 de convertirse en un partido central de la vida política andaluza. Luego, gracias a los errores de IU, ha ocupado un lugar de privilegio durante ocho años, de lo que se ha beneficiado el gran hacedor del andalucismo desde diferentes puestos y en el reparto de canonjías variadas. Los últimos resultados electorales no han sido malos para el PA, se ha mantenido en medio de la eclosión del voto socialista y se ha extendido por Andalucía, saliendo de la dependencia del eje Sevilla-Cádiz. Pero Rojas-Marcos ataca de nuevo. Si él se ha reclamado discípulo de Blas Infante, nada en su comportamiento recuerda la bonhomía del notario de Casares. Rojas-Marcos se ha mostrado como un político componedor, sibilino y rencoroso. No soporta que alguien le lleve la contraria dentro de su partido. Da igual el resultado de la trifulca. Es indiferente si deja al partido al borde del abismo. No sólo se inventa e impulsa las más estrafalarias plataformas, sino que mueve los hilos por detrás para acabar con el secretario general. Imagino que el PSOE se habrá sentido aliviado al alejarse de él, lo mismo que en su día le debió ocurrir a Soledad Becerril.
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