Alcachofas
Me encontraba en la Capilla Sixtina contemplando las pinturas del Juicio final y, pese a todo, yo no podía olvidar las alcachofas a la judía que había degustado la noche anterior en la hostería Giggietto, situada en el gueto de Roma, detrás de la Gran Sinagoga. Como siempre, la Capilla Sixtina, con sus paredes abarrotadas de cuerpos desnudos, me produjo la impresión de una piscina municipal o de la playa de Benidorm en agosto, sólo que el genio de Miguel Ángel las había elevado a las regiones esplendorosas del arte. Las alcachofas romanas pasan por ser las mejores del mundo. Mientras trataba de descubrir en el techo la Creación de Adán, recordaba la receta que me habían dado para prepararlas a la manera judía: se desechan las primeras capas para que queden las hojas más tenues de color violeta, se cortan ligeramente las puntas y después se aplastan a golpes contra el mármol de la cocina hasta dejarlas bien abiertas. En el corazón de la alcachofa se pone sal, pimienta, mantequilla y un poco de ajo, todo previamente macerado con una clase de hierbabuena que en Italia se llama mentucca. En una cazuela con poca agua y bastante aceite se colocan las alcachofas con el tallo hacia arriba, bien estibadas con el fin de que no se vuelquen con el hervor de un fuego, que debe ser muy fuerte desde el principio para que, al evaporarse rápidamente el agua, las hojas de la alcachofa queden braseadas por el aceite. De pie, en el suelo de la Capilla Sixtina había incluso más gente que en las paredes. En medio de aquella aglomeración de turistas, con la mirada hacia lo alto, sacrificando la nuca, también yo descubrí los dedos de Jehová y de Adán, ambos cargados de una energía monstruosa, a punto de encontrarse en el cenit de una esfera celeste. Imaginé que aquel contacto había causado una gran explosión, de la cual había derivado la mutación genética de una extraña especie. En el techo de la Capilla Sixtina las sucesivas oleadas de carne humana fluían hacia el frontispicio para ser juzgadas en el juicio final. Allí, un Cristo con el hombro desnudo elegía las almas que debían salvarse o condenarse. Unos cuerpos subían al paraíso y otros caían boca abajo en la barca que los llevaría al infierno. La noche anterior, en una hostería tuve que escoger las mejores hojas sofritas de las alcachofas romanas, pero yo las había salvado a todas hasta devorar su corazón. Frente al Juicio final de la Capilla Sixtina pensé que, de momento, ésa había sido la única forma de salvarse uno también.
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