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Tribuna:
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La perra que me partió el corazón

Hoy me he encontrado en un libro con una vieja fotografía que me ha recordado el día, hace unos meses, que una perra me partió el corazón. Aparece en ella el microbiólogo Jaume Ferrán (1852-1929), junto a cuatro hombres más, que le ayudaban en la tarea que estaba realizando. "El doctor Ferrán, durante la realización de unas pruebas de vacunación", reza el pie de la ilustración. No está fechada, pero es probable que date de los alrededores de 1888, cuando Ferrán estaba desarrollando el conocido como "método supraintensivo" de vacunación antirrábica, y que la fotografía se tomase en el Laboratorio Microbiológico Municipal de Barcelona, creado por iniciativa suya en 1887. Pero ni Ferrán ni sus colaboradores son, para mí, los protagonistas de la imagen, sino quienes les acompañaban: ocho perros, callejeros seguramente. Uno está tumbado, la boca amordazada, anestesiado en una pequeña y miserable "mesa de operaciones". Dos de los hombres lo sujetan, mientras que Ferrán le clava una aguja hipodérmica. De los siete perros restantes, uno, sentado de lateral, ignora a la cámara fotográfica, mientras que los otros seis la miran fijamente. Y la miran con una sorprendente dignidad, que no sirve, sin embargo, para ocultar la tristeza que inundaba sus ojos. "Sabemos lo que nos espera", parecen todavía decirnos en un diálogo a través del tiempo. "Somos desgraciados, pero no estúpidos. Comprendemos".

Sus miradas son las que me han recordado a esa perra a la que me refería. La perra que hace unos meses me partió el corazón. Estábamos paseando mi mujer y yo por un antiguo pinar resinero segoviano, hoy urbanizado en unos cientos de parcelas, y vimos a una perra, rechoncha y paticorta, perteneciente a la raza de los carlinos. Era joven, estaba preñada y muy desorientada. No se nos acercó, observándonos a distancia, temerosa. Pero no se encontraba lo suficientemente alejada como para que no pudiésemos ver sus ojos, su mirada, que delataba, como la de los perros de Ferrán, toda la tristeza del mundo, agravada porque en su caso no parecía haber conocido hasta entonces el desamparo. Se alejó sin saber hacia dónde ir. Como pueden suponer, no llevaba ningún collar. Cuando se comete una indignidad, hay que intentar ocultar cualquier prueba. Era, claro, una perra abandonada. Abandonada por alguno de los muchos miserables que constantemente llevan a cabo este tipo de fechorías.

Estas dolorosas imágenes y recuerdos que hoy me han golpeado, y que hubiera querido evitar, han activado mis pensamientos en otras direcciones, todas, eso sí, pertenecientes a un mismo dominio, el del maltrato que nuestra especie da a la naturaleza y a todo lo que hay en ella. Maltrato de todo tipo. Desde el abandono de animales a los que tal vez incluso se llegó a querer, a crueldades tan innecesarias como brutales del tipo de ahorcar galgos, despeñar burros o acosar y asesinar zorros y toros, como si no fuese suficiente carga moral el que seamos una especie básicamente carnívora, que se alimenta de millones y millones de animales, muchos, si no la mayoría, dotados de sistemas nerviosos y neurológicos altamente elaborados que les permiten comprender, sentir afectos, temor, dolor, alegría o pánico. El 23 de septiembre de 1977 se aprobó en Londres una humanitaria "Declaración universal de los derechos del animal", que más tarde sería ratificada por la Unesco y por la ONU. Entre sus 14 artículos hay algunos que quiero recordar hoy. "Ningún animal será sometido a malos tratos ni actos crueles". "El abandono de un animal es un acto cruel y degradante". "Ningún animal debe ser explotado para esparcimiento del hombre". "Todo acto que implique la muerte de un animal sin necesidad es un biocidio, es decir, un crimen contra la vida".

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Otro de los artículos de esa compasiva pero también racional declaración señala que: "Todo acto que implique la muerte de un gran número de animales salvajes es un genocidio, es decir, un crimen contra la especie. La contaminación y la destrucción del ambiente natural conducen al genocidio". Y es que, claro, el problema no se reduce a la crueldad de algunos individuos, sino a la de todos. Desgraciadamente, no podemos escudarnos en la responsabilidad de unos pocos. Todos somos responsables. Estamos destruyendo, sistemáticamente, la naturaleza. Son tantos los ejemplos que es imposible ofrecer una imagen realista de lo que está sucediendo. Compárense viejos -no tan viejos, de hecho- mapas con imágenes recientes obtenidas desde satélites del mar de Aral, en lo que hoy es Kazajistán y Uzbekistán, en Asia central, y se verá cómo ha cambiado: hoy es casi un sucio y raquítico charco. "Expertos" soviéticos diseñaron sistemas de irrigación para el cultivo del algodón en una escala y con unas técnicas tales que los ríos que alimentaban el mar de Aral no podían sostener. Las tormentas de arena han dejado su lugar a tormentas de sal procedentes de las ahora secas playas. En Kenia han surgido zonas desérticas debidas a la práctica de cultivos extensivos. Es bien sabido lo que está sucediendo con la Amazonia, pero menos lo que ocurre en otros lugares: la deforestación que se ha medido en la región del Amazonas es menos de un cuarto de la que se ha identificado en algunos bosques de Estados Unidos, y no olvidemos las que afectan a tantas y tantas otras regiones.

Los informes referentes a las especies que están en peligro de extinción raramente coinciden en sus estimaciones, pero ninguno es optimista. Durante el Congreso para la Conservación del Mundo que acaba de tener lugar en Bangkok se presentó un informe (cuya edición electrónica se puede consultar en Internet: 2004 IUCN Red List of Threatened Species. A Global Assesssment), en el que la Unión Mundial de la Conservación estima que 15.589 especies animales y vegetales están amenazadas de extinción en todo el planeta. Basándose en los datos que se conocen acerca de la desaparición de aves, mamíferos y anfibios durante los últimos cien años, se obtiene un ritmo de extinción para la actualidad que es entre 50 y 500 veces mayor que el ritmo de extinción que se deduce del registro fósil, esto es, el que tuvo lugar en el pasado. Como es evidente, se trata de una estimación muy conservadora, al haber tomado en cuenta únicamente unos pocos grupos de especies. En otraspalabras, el ritmo al que están desapareciendo especies es mucho más elevado que el que se produce de manera natural. Y no sólo exterminamos especies conocidas, también otras pertenecientes al increíblemente extenso dominio de las desconocidas, porque hay que recordar que aunque hemos cartografiado y fotografiado prácticamente todos los rincones de la Tierra, nuestro conocimiento de la vida que alberga es todavía bastante primitivo. El número de especies de insectos o plantas esperando ser catalogadas y bautizadas es incalculable. Cuando era primera ministra de Noruega, Gro Harlem Brundtland expresó de forma maravillosa lo que está sucediendo: "La biblioteca de la vida está ardiendo, y ni siquiera conocemos los títulos de los libros". Todavía se descubren todos los años algunas especies de aves, e incluso de mamíferos. En 1990, por ejemplo, se descubrió un primate previamente desconocido, el tití león carinegro, en la isla de Superaqui, a sólo 65 kilómetros de São Paulo.

En nuestro país, el informe aludido identifica 155 especies amenazadas, entre ellas el águila imperial o el lince. Sabemos también de los peligros que acechan a otras especies, como al oso pardo de la cordillera cántabra, y que el 1 de noviembre pasado, en los Pirineos franceses, el disparo de un cazador acabó con la vida de la última osa autóctona de la zona, condenando así de hecho a la extinción a la subespecie a la que pertenecía. El cazador en cuestión no se habrá dado cuenta -en el dudoso caso de que tuviera el menor interés en darse cuenta de algo, más allá de satisfacer sus deseos y gustos-, pero se le puede considerar como un genocida. Si se prefiere, el último escalón de un grupo de genocidas, al que pertenece nuestra especie, pero genocida al fin y al cabo. No ignoro, por supuesto, que "genocidio" se suele definir, en términos antropomórficos, como "exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad", pero deberíamos extender su rango de aplicabilidad también a otras especies, como se hace en el artículo que antes cité de la "Declaración universal de los derechos del animal". ¿O es que la desaparición de especies debido a la acción de los cazadores y a nuestra despreocupación, cuando no ataque directo, con respecto a los hábitats en que viven, no constituye un exterminio o eliminación sistemática de un grupo por motivo de raza, en este caso, por pertenecer a una especie diferente a los humanos?

En un libro ejemplar tanto por sus contenidos y rigor científico como por su valor moral, La diversidad de la vida (1992), el entomólogo y naturalista estadounidense Edward Wilson escribió unas frases que no debemos olvidar, más aún en una época como la actual, en la que tantos mitos proliferan acerca de la recuperación de especies mediante clonación: "Un panda o una secuoya representan una magnitud de evolución que se da sólo raramente. Se requiere un golpe de suerte y un largo periodo de prueba, experimentación y fracaso. Una creación tal es parte de la historia profunda, y el planeta no tiene los medios, ni nosotros el tiempo, para verla repetida".

El cambio climático podría llevar a la extinción de un millón de especies de animales y plantas en los próximos cincuenta años; es decir, entre el 15% y el 37% de las especies de plantas y animales del planeta. Los magníficos osos polares son una de las víctimas anunciadas del aumento de temperatura global, que reducirá (ya lo está haciendo, de hecho) drásticamente las superficies polares.

Todavía hay quien se resiste a aceptar que el calentamiento global está con nosotros, pero lo está. Más que probablemente los patrones meteorológicos continuarán cambiando y los mares subiendo de nivel, de una forma siempre hacia lo peor, tanto durante nuestras propias vidas como durante las de, al menos, nuestros nietos. Y debíamos habernos dado cuenta -y actuado en consecuencia- hace mucho. Cuando el siglo XX iniciaba su andadura, eran muchos los que señalaban que los inviernos iban siendo cada vez más suaves. Algunos científicos del siglo XIX (como Tyndall o Arrhenius) ya habían comenzado a estudiar el efecto de la acción humana en el clima, y en 1938, un ingeniero llamado Guy Stewart Callendar pronunció una conferencia en Royal Meteorological Society de Londres en la que anunció que, efectivamente, se estaba produciendo un calentamiento global de la atmósfera de la Tierra, y que el motivo se encontraba no en la propia e incontrolable naturaleza, sino en la acción humana, más concretamente en la industria, que quemaba combustibles fósiles emitiendo millones de toneladas de dióxido de carbono. Su predicción no era, por supuesto, completamente fiable, pero se debería haber tomado en serio, y analizado seria y extensamente. Sesenta y siete años más tarde, y gracias a que finalmente Rusia lo ratificó, el 16 de febrero de 2005 entrará en vigor el Protocolo de Kioto, acordado para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero como el CO2. Es, naturalmente, una buena noticia, pero no debemos engañarnos. Se trata esencialmente de reducir los ritmos de crecimiento en las emisiones: se espera que éstas continúen aumentando en los países de la OCDE hasta 2020, con aumentos aún mayores en el resto de los países. Además, un país capital, por la posición central que ocupa en las emisiones contaminantes, como es Estados Unidos, no ha firmado el Protocolo, ni parece que tenga intención de hacerlo. Bush y Kerry podían ser muy diferentes en importantes opciones políticas, pero al menos en un punto coincidían: ambos dejaron bien claro que Estados Unidos no firmaría, con ellos como presidente, el acuerdo firmado en Kioto. Por otra arte, no seamos cínicos y recordemos el obsceno espectáculo que representa el trapicheo de cuotas de emisión que países ricos compran a pobres. Las razones económicas se imponen a todas aquellas encaminadas a conservar la naturaleza en las mejores condiciones posibles para sus legítimos propietarios, nuestros hijos, nietos y todos los que vendrán después de ellos. Estamos negándoles no sólo sus derechos, sino algo mucho más valioso, una parte importante de su futuro.

Al pensar en todo esto, veo las caras de nuestros descendientes, de nuestros amados hijos, nietos o bisnietos, que tendrán que pagar la onerosa factura que nosotros no hemos querido asumir, y que sabrán de muchas especies animales o vegetales únicamente a través de los libros. Inadvertidamente, esas caras se transforman en los ojos de aquella perra que un día no lejano me partió el corazón. Y me acuerdo del canalla que la abandonó, al que, siento confesarlo, le deseo que se despierte todas las noches acosado por la triste y desamparada mirada de aquel animal que, acaso, una vez quiso. Pero lo peor de todo es que, de una forma u otra, todos somos él.

José Manuel Sánchez Ron es miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid.

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