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Reportaje:LECTURA

En Faluya, con la Compañía Bravo

Ocho días después de que las tropas de Estados Unidos entraran en la ciudad a pie, dos marines subían por las oscuras entrañas de un minarete agujereado por los proyectiles de un carro de combate estadounidense.

Mientras los marines subían paso a paso, desde arriba llegó una ráfaga disparada por un insurgente oculto en lo alto de la torre. Las balas dieron al primer soldado en la cara y su sangre salpicó al que iba detrás de él. El que iba detrás se tambaleó y cayó por la escalera, mientras que el soldado de primera clase William Miller, de 22 años, quedó tendido en mitad de la escalera, mortalmente herido.

"¡Miller!", llamaron los marines que estaban más abajo. "¡Miller!".

En ese momento, el mandamiento casi místico de los marines de no dejar nunca atrás a un compañero se apoderó del grupo. Uno tras otro, los jóvenes soldados irrumpieron en el minarete, hacia la oscuridad y los disparos, y subieron por las escaleras. Después de cuatro intentos, el cuerpo sin vida del soldado Miller salió de la torre, en brazos de sus camaradas, medio asfixiados y cubiertos de polvo. Se aproximaban más rebeldes y los marines tuvieron que correr entre ráfagas de metralleta para volver a la base.

En ocho días de lucha, la Compañía Bravo sufrió 36 bajas, entre ellas seis muertos, lo cual quiere decir que los hombres de la unidad tuvieron una posibilidad entre cuatro de resultar heridos o muertos en poco más de una semana
Para un corresponsal que ha cubierto media docena de conflictos armados, los combates a los que asistí en Faluya fueron una experiencia distinta, un salto hacia otro tipo de lucha
La intimidad del combate, la inmersión en la guerrilla urbana era un fenómeno nuevo para esta generación de soldados, pero es un tipo de lucha que probablemente volverán a vivir
Los soldados son jóvenes, pero es distinto ver cómo unos hombres apenas salidos de la adolescencia, que en muchos casos estaban en el instituto al empezar la guerra, mataban a otros
Nada de lo que vi en los combates se parecía ni remotamente a las escenas que se ven normalmente en la pantalla; sin embargo, muchas veces parecía que era la única realidad

"Intenté tener cuidado, pero tenía que sacarlo, ¿lo entiende?", decía después el soldado de primera clase Michael Gogin, de 19 años.

Así transcurrieron ocho días de combate por esta ciudad iraquí, el periodo más sostenido de lucha callejera que han vivido los estadounidenses desde la guerra de Vietnam. La proximidad -a menudo, los soldados estaban tan cerca que podían mirar a los ojos al enemigo- daba a la lucha una intensidad infernal.

Para un corresponsal que ha cubierto media docena de conflictos armados, incluida la guerra de Irak desde su comienzo, en marzo de 2003, los combates a los que asistí cuando acompañaba a una unidad de primera línea en Faluya fueron una experiencia distinta, un salto hacia otro tipo de lucha.

Desde los primeros cohetes procedentes de la ciudad mientras se aproximaban los marines, el ruido y la sensación de la batalla me parecieron completamente extraordinarios; otras veces, casi irreales. La intimidad del combate, la inmersión en la guerrilla urbana, era un fenómeno nuevo para esta generación de soldados estadounidenses, pero es un tipo de lucha que probablemente volverán a vivir: el esfuerzo agotador para derrotar a los guerrilleros atrincherados en una ciudad, en unas calles llenas de señales en una lengua que pocos de nuestros soldados podrían comprender.

Hasta ahora, el precio que Estados Unidos ha pagado en esta batalla supera las bajas de cualquier batalla de la guerra iraquí.

En situación peligrosa

Los 150 marines a los que acompañé, la Compañía Bravo del I Batallón, VIII de Marines, fueron una de las unidades que más sufrieron en combate. Recorrieron la ciudad casi por completo a pie hasta llegar al corazón de la resistencia, en general sin la protección de carros ni vehículos de transporte, mientras se abrían paso por las estrechas calles de Faluya con mochilas de 35 kilos a la espalda.

En ocho días de lucha, la Compañía Bravo sufrió 36 bajas -entre ellas, seis muertos-, lo cual quiere decir que los hombres de la unidad tuvieron una posibilidad entre cuatro de resultar heridos o muertos en poco más de una semana. Los sonidos, las imágenes y la atmósfera de la batalla desprendían la misma sensación de antigüedad que la guerra en sí y, por otro lado, toda la novedad del más moderno armamento del Pentágono: el ruido inquietante del cañón del avión AC-130 que sobrevolaba la ciudad por la noche y disparaba contra guerrilleros que, muchas veces, estaban a sólo unos pasos de los soldados estadounidenses; el extraño zumbido del avión no pilotado Ojo de Dragón, cuyas cámaras enviaban en directo imágenes del campo de batalla a la base.

La luz de las bengalas de los insurgentes, que iluminaban el campo para poder localizar sus objetivos: nosotros. El empujón nervioso de un marine que buscaba sitio junto a un muro de ladrillo mientras rebotaban por encima balas trazadoras. El silencio entre el ruido del proyectil que abandonaba el mortero y la explosión cuando daba en el blanco. Los gritos de los marines cuando uno de sus camaradas, el cabo Jake Knospler, perdió parte de la mandíbula por una granada de mano. "¡No, no, no!", gritaban mientras arrastraban al soldado para sacarle de la oscura casa en la que había estallado la bomba. Eran las dos de la madrugada, en una noche negra y sin luna.

Nada de lo que vi en los combates se parecía ni remotamente a las escenas que se ven normalmente en la pantalla; sin embargo, muchas veces parecía que era la única realidad.

Los proyectiles de mortero y las granadas lanzadas por cohetes empezaron a caer sobre la Compañía Bravo nada más descender sus hombres de sus transportes a la salida de Faluya. Los proyectiles parecían cohetes del Cuatro de Julio, y pasaban por encima de la colina que veíamos ante nosotros como si los dispararan niños, con una lluvia de destellos al estallar.

Edificios enteros, minaretes y personas desaparecían en cada descarga de bombas. Un hombre vestido con una dishdasha blanca se arrastraba por un terreno devastado y estaba intentando esconderse detrás de una planta retorcida cuando cayó por una ráfaga de disparos de un carro estadounidense.

A veces, las bajas se producían en oleadas, como descargas de ametralladora. La primera mañana de combate, durante una lucha feroz para hacerse con la mezquita de Muhammadia, aproximadamente 45 marines de la III Patrulla de la Compañía Bravo que corrían por la calle 40 se vieron de pronto en el centro de un intercambio de disparos. Cuando la patrulla consiguió llegar al otro lado, en la calle quedaban cinco hombres ensangrentados.

Los marines se apresuraron a rescatarlos, como harían días después en el minarete, pero era demasiado tarde para el sargento Lonny Wells, que se desangró hasta morir. Uno de los hombres que arrostraron los disparos para rescatar al sargento Wells fue el cabo Nathan Anderson, que murió tres días más tarde en una emboscada.

La muerte del sargento Wells fue un duro golpe para la III Sección; dirigía uno de sus pelotones y había escrito cartas a los padres de los soldados más jóvenes para asegurarles que iba a cuidar de ellos durante la estancia en Irak. "Le encantaba jugar a las cartas", recordaba el soldado Gentian Marku. "Sabía todas las probabilidades".

En más de una ocasión, la muerte llegó, arrebató a un miembro de la Compañía Bravo y se fue discretamente. El soldado Nick Ziolkowski, apodado Ski, era un francotirador de la compañía. Ziolkowski permanecía horas y horas en un tejado mirando por el visor de su fusil de cerrojo M-40 y esperando a que algún guerrillero entrara en su campo visual. El visor era grande y ancho, y el soldado Ziolkowski solía quitarse el casco para ver mejor.

Alto, atractivo y sociable, Ziolkowski era uno de los soldados más populares de la Compañía Bravo. A diferencia de otros muchos francotiradores, que son personas que aprendieron a disparar de niños en el campo, Ziolkowski creció cerca de Baltimore, sin ningún contacto con las armas. Aunque Baltimore no tiene playa, la pasión del soldado Ziolkowski era el surf; en Camp Lejeune (Carolina del Norte), base de la Compañía Bravo, era frecuente que organizara todo su día de acuerdo con las mareas.

"Lo único que necesito ahora es una playa con olas", dijo el soldado Ziolkowski durante un descanso de su guardia como francotirador en la Gran Mezquita de Faluya, donde mató a tres hombres en un solo día.

En ese mismo descanso, Ziolkowski presagió su muerte. Los francotiradores, dijo, estaban entre los soldados estadounidenses más perseguidos.

Según explicó, en la primera batalla de Faluya, en abril, los francotiradores estadounidenses habían sido especialmente letales, y los servicios de información le habían advertido de que en esta ocasión iban a ser blancos preferentes. "Están intentando eliminarnos", dijo.

La bala hizo que el soldado Ziolkowski cayera hacia atrás, sobre el tejado. Estaba sentado, mirando por su amplio visor, a las afueras del barrio de Shuhada, un área controlada por los rebeldes. Se había quitado el casco para mirar mejor. La bala le alcanzó en la cabeza.

Hombres jóvenes, cargas pesadas

A pesar de toda la muerte que nos rodeaba, una impresión inevitable que me dejaron los marines fue la de su juventud. Todo el mundo sabe que los soldados son jóvenes; pero es distinto ver cómo unos hombres apenas salidos de la adolescencia -que en muchos casos estaban todavía en el instituto al empezar esta guerra- matan a disparos a otras personas. Los marines de la Compañía Bravo se peleaban por los paquetes de M&M que se incluían en sus raciones. Cuando estaban en el cuartel se dedicaban a corear la canción Copenhagen, de Garth Brooks, un himno a la marca de tabaco de mascar que prácticamente todos compraban.

Uno de los miembros más jóvenes de la Compañía Bravo era el cabo Rómulo Jiménez II, de 21 años, procedente de Bellington (Virginia Occidental). El cabo Jiménez se dedicaba a exhibir sus tatuajes -como las llamas que trepaban por uno de sus brazos- y hablar de su Ford Mustang de 1992. Era un miembro muy popular en la II Sección de la compañía, entre otras cosas porque había hecho que se conocieran su hermana y otro marine, el soldado Sean Evans, que habían acabado casándose.

En los días anteriores a la batalla, Jiménez llamó a su hermana, Katherine, para pedirle que arreglara el interior de su Mustang antes de que volviera a casa."Que quede bonito", le dijo.

El miércoles 10 de noviembre, hacia las dos de la tarde, el cabo Jiménez recibió en el cuello el disparo de un francotirador cuando atravesaba con su sección la parte norte de Faluya, junto a la mezquita de Muhammadia y su cúpula de color verde. Murió instantáneamente.

A pesar de su juventud, los marines me parecieron superiores a la gente de su edad que no está en el ejército, por su madurez y su valor. Muchos de los mejores soldados de la Compañía Bravo, sus tiradores más eficientes, tenían 19 y 20 años de edad; algunos dirigían a sus camaradas en maniobras y asaltos. Los tres tenientes de la compañía, cada uno responsable de alrededor de unos 50 hombres, tenían 23 y 24 años.

Son un grupo extrañamente anónimo. Los hombres que luchan en las guerras de Estados Unidos parecen proceder siempre de pueblos y ciudades pequeñas, muy lejos de las grandes arterias del país en las costas. Si se pregunta a un grupo de marines de dónde son, la respuesta será una lista de lugares como Pearland (Tejas), Lodi (Ohio), Osawatomie (Kansas).

Un ejemplo típico de los marines que lucharon en Faluya es Chad Ritchie, un cabo de 22 años de Keezletown (Virginia). El cabo Ritchie, un hombre discreto, con gafas, que trabajaba para los servicios de información, decía que estaba encantado de salir del pueblo de su infancia, pero que a veces echaba de menos las reuniones de los viernes por la noche en los campos. "Encendíamos una hoguera, acercábamos los camiones marcha atrás y abríamos la parte trasera, y siempre había alguien que tenía altavoces", explicaba. "Bebíamos cerveza y contábamos historias".

Como muchos jóvenes de la Compañía Bravo, el cabo Ritchie decía que se había alistado en los Marines porque anhelaba más aventuras de las que su pueblo podía ofrecerle.

"Los que se quedaron viven aún con sus padres y ganan siete dólares por hora", decía Ritchie. "Yo no voy a ser uno de esos que, en la vejez, dicen: 'Me habría gustado hacer esto. Me habría gustado hacer aquello'. De vez en cuando hay que hacer algo difícil, algo con lo que uno no se siente cómodo. Una persona necesita comprobar sus instintos".

Resistencia bajo el fuego

Los marines como el cabo Ritchie demostraron una y otra vez su valor en Faluya, pero eso no quiere decir que no tuvieran miedo. Una noche, mientras la Compañía Bravo descansaba en el edificio de la Guardia Nacional Iraquí, en pleno corazón de la ciudad, empezó a caer fuego de mortero que se iba acercando cada vez más. Los insurgentes estaban encerrando el edificio, disparando a derecha e izquierda del blanco y afinando progresivamente el tiro.

En los pasillos, llenos de hombres acampados para pasar la noche, se oían rezos susurrados entre las explosiones. Después de 20 intentos, el bombardeo se detuvo de forma inexplicable.

Otra noche, especialmente sombría, un grupo de marines de la I Sección dieron la vuelta a una esquina para subir por un callejón y se encontraron con unos hombres que venían de frente vestidos con uniformes de la Guardia Nacional Iraquí. Los uniformes eran tan perfectos que incluso llevaban trozos de cinta roja y blanca, la señal establecida para indicar a los soldados estadounidenses que el portador era un iraquí amigo; a cualquier otro se le podía matar.

Los marines, al ver la cinta, saludaron, y los hombres con uniforme iraquí abrieron fuego. Un estadounidense, el cabo Anderson, murió de forma instantánea. Uno de los heridos, el soldado de primera clase Andrew Russell, quedó tendido en la calle gritando del dolor que le producía una pierna casi amputada.

Un grupo de marines se abalanzó hacia los disparos para sacar a sus compañeros. Pero la emboscada y el tiroteo posterior fueron el suceso que más trastornó a los hombres de la Compañía Bravo. En la oscuridad, los soldados empezaron a discutir. Otros se quedaron de pie en medio de la calle. Mientras el líder de la sección, el teniente Andy Eckert, intentaba hacerse cargo de la situación, sus hombres parecían al borde del pánico.

"Todo el mundo estaba asustado", contó después el teniente Eckert. "Y si el líder no puede controlarse, la unidad no aguanta".

La unidad aguantó, pero sólo después de que interviniera el jefe de la compañía, el capitán Read Omohundro.

A lo largo de la semana, el capitán Omohundro consiguió en repetidas ocasiones que sus hombres no se rindieran gracias a su actitud decidida y su calma bajo el fuego. En las primeras 16 horas de combate, cuando la lucha era continua y la amenaza de muerte estaba constantemente presente, el capitán Omohundro nunca se inmutó ni dejó de conducir a sus hombres por los laberintos y callejones de Faluya con un extraordinario sentido del espacio y el tiempo, con la capacidad de detectar al enemigo y tener localizados a sus hombres, incluso en la oscuridad, siempre sereno.

"Maldita sea, seguid avanzando", dijo el capitán Omohundro, y sus hombres, aliviados por recibir órdenes en medio de la anarquía, le obedecieron sin perder tiempo.

Un poco más tarde, el capitán Omohundro, un tejano de 34 años, reconocía que había notado la tensión de la batalla, pero explicaba que hace mucho tiempo que se entrenó para no dejar ver cualquier atisbo de inseguridad.

"No es que no sienta dudas", explicó, "pero, si lo dejara notar, todo se vendría abajo".

Cuando terminó la lucha, un perro empezó a seguir a la Compañía Bravo por las calles destrozadas de Faluya. Al principio se echaba ante uno de los edificios que ocupaba la compañía, entre vehículos de transporte. Luego, a medida que las tropas avanzaban, aquel perro sarnoso se escabullía detrás de ellos, tanto en los registros de casas como en las patrullas a pie, siempre a distancia, pero sin perder de vista a los marines.

La Compañía Bravo, cuyo propio aspecto era cada vez más harapiento a medida que recorría Faluya, abandonó por un momento su fila india.

"Seguid atentos", ordenó el capitán Omohundro a sus hombres. "Esta guerra no ha terminado todavía".

The New York Times Traducción de M. L. Rodríguez Tapia

Soldados de la I División de Marines toman posiciones en una casa situada en la zona oeste de Faluya.
Soldados de la I División de Marines toman posiciones en una casa situada en la zona oeste de Faluya.AP

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