Marsé
Yo nací en la calle Lepanto, a la espalda del Ayuntamiento de Granada, entre una casa de socorro y un despacho de quinielas. Mientras los adultos pasaban en dirección a la calle Jazmín, que era una calle de putas, los niños inventábamos juegos entre la acera de la ilusión y la acera de la desgracia. Un día descubrí que desde la terraza de mis abuelos, que vivían en el número 7, no resultaba difícil saltar a los tejados y convertir las soledades de la ciudad en una aventura. Veía la sierra, las cúpulas de algunas iglesias, los mecanismos traseros del reloj del Ayuntamiento, las sábanas tendidas y mis zapatos prudentes, que se movían con el cálculo matemático que requieren los tejados.
Para vivir en las nubes conviene mucho mirarse los zapatos. Espiar las entrañas del reloj era como hacerse dueño del tiempo de la ciudad, someter los recuerdos y las adivinaciones, la prisa o la espera de las plazas, a mi fantasía. El tiempo ajustaba cuentas con la realidad, jugaba a mi favor, hacía flexible el gris de las tardes de invierno o aprovechaba los cielos de junio, en esos momentos en los que el azul coincide con la buena tristeza o con la vida. Eso lo aprendí en los tejados de la calle Lepanto y en la literatura, un buen modo de mojar los zapatos con las lluvias de otras ciudades y de otros relojes. He sido niño en Granada, pero mi tiempo pertenece también a los cines de barrio de Barcelona, y a los atardeceres de Oviedo, y a la gente que mira la hora en la puerta de una cafetería de Madrid.
En el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Granada, veo a Juan Marsé escuchar los poemas de Ángel González. Como la buena literatura permite vivir el tiempo ajeno, tengo la sensación de haber crecido también en el Oviedo de Ángel González, en la Barcelona de Juan Marsé o en el Madrid de Juan García Hortelano. Las novelas y los poemas son un alegato contra la gente que confunde el amor por su ciudad con el desprecio de las ciudades ajenas. El recuerdo de los bares de la calle Lepanto, Cisco y tierra, Las 7 puertas, es tan mío como las discusiones del bar Delicias, en El Carmelo, donde Manolo Reyes, el Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa, imaginaba la piel de una torre en San Gervasio. Las lecturas son un acontecimiento cuando nos hacen vivir una ciudad, una memoria, una manera de salir del cine, un modo de imaginar a los héroes, una forma de matar las horas o de entretener las enfermedades mientras se espera el regreso de alguien que debe llegar de un momento a otro. El tiempo nos fabrica y nos deshace, y los buenos libros encierran el tiempo, lo hacen vivir en sus lectores, conforman un carácter. Con motivo del Premio Federico García Lorca, veo a Juan Marsé, muy cerca de la calle Lepanto, escuchar los poemas de Ángel González, y comprendo que yo he crecido en la Barcelona de Si te dicen que caí, que he caminado por los presentimientos de Un día volveré, que subo y bajo las calles de Ronda del Guinardó, que vivo la nostalgia del futuro en El embrujo de Shanghai y que he dormido en las sábanas limpias que una mujer tendía en Rabos de lagartija. El tiempo flexible y la literatura permiten estas cosas. El reloj del Ayuntamiento de Granada puede componerse en un taller de relojería del barrio de Gracia.
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