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La crisis no declarada del tripartito

En la Unión Europea son aplastante mayoría los gobiernos de coalición frente a los gobiernos monocolor. Y ello es así porque la complejidad religiosa, social o lingüística -de la que tanta existe en Europa- aconseja leyes electorales que faciliten un multipartidismo parlamentario representativo de esa complejidad y traducible en coaliciones de gobierno de signo diverso. El ejercicio de la coalición de gobierno genera una cultura política que impregna hábitos y actitudes en un círculo virtuoso, que ha blindado la democracia y garantizado estabilidades institucionales en prácticamente todo el continente, sin dejar de permitir la saludable alternancia.

Hasta ahora, en la formación del Gobierno central en España no se ha recurrido a la coalición, pese a que el sistema electoral proporcional con un tope de sólo el 3% de los votos válidos emitidos en cada circunscripción abre la representación parlamentaria a un número relativamente importante de partidos y listas electorales. No ha habido coaliciones en parte porque la concentración del voto popular en los partidos mayoritarios de implantación estatal les ha otorgado frecuentes mayorías absolutas, y, en parte, porque aun sin mayoría absoluta, el partido más votado y la oposición han preferido gobiernos monocolor con la consiguiente rueda de apoyos parlamentarios. El país ha sido gobernado con notable estabilidad, pero no ha conocido el poso de cultura de coalición que deja el ejercicio de ésta, y eso se nota en la rudeza de la contienda política.

El tripartito en el Gobierno de la Generalitat, más homogéneo que el tripartito vasco (PNV, Eusko Alkartasuna y Ezker Batua-Izquierda Unida), englobando más diversidad social y con mayor holgura parlamentaria que éste, constituye la primera experiencia significativa de coalición gubernamental en España. No obstante, su singularidad va acompañada de una cierta heterodoxia respecto a la práctica habitual de las coaliciones, hasta el punto de configurar una tipología particular de coalición en la que la discrepancia es el elemento de marca o de identidad de la coalición sin producir su ruptura, o simplemente una peculiar técnica de corrección del rumbo.

Ninguna coalición es un camino de rosas. La integran normalmente partidos que tienen proyectos si no radicalmente diferentes al menos distintos en aspectos importantes de su ideario y programa. Un acuerdo de gobierno -el Pacte del Tinell en Cataluña- establece las bases de la cooperación en la acción conjunta, dejando un margen para la interpretación -el juego político futuro de las partes obliga a ello- y corrigiendo su aplicación mediante reajustes periódicos; de hecho, toda coalición implica una negociación permanente. ¿Cuál es el grado de discrepancia soportable por los gobernados, quienes a partir de determinada intensidad de aquélla se sentirán, sin duda, desconcertados? Probablemente se sitúe por debajo del que aceptan los coligados, cuyo interés primordial es mantener la coalición y el poder que conlleva.

Desde el principio el tripartito catalán no lo tuvo fácil. Nacido en un contexto general nada favorable, concitó de inmediato la hosca agresividad de la derecha aznarista. Pero el tripartito puso también bastante de su parte para complicarse la vida, desde la crisis mayor provocada por la entrevista de Carod Rovira con la cúpula de ETA hasta la frecuente cacofonía de declaraciones y contradeclaraciones que ha salpicado la expresión pública del tripartito. En el núcleo del consenso esencial de una coalición se hallan las normas fundamentales que enmarcan y organizan el espacio público de la comunidad para la que gobiernan; su modificación, si se planteara, entraría, a buen seguro, en el acuerdo de gobierno. En este punto también el tripartito catalán pespuntea la heterodoxia. ERC manifiesta con frecuencia su disconformidad con la Constitución española, a la que considera un tapón para las aspiraciones soberanistas que atribuye a Cataluña, y si contiene con calculada ambigüedad sus críticas es porque sabe que un planteamiento abiertamente rupturista equivaldría a bloquear el nuevo Estatut y bajar el techo de su dorado ascenso electoral.

Donde el tripartito borda la heterodoxia, enquistando una crisis mayor no declarada, asumiendo con naturalidad deslumbrante una discrepancia esencial, es ante el proyecto de Constitución europea. ¿Son compatibles en un Gobierno de coalición el congresual unánime del PSC, el no rotundo de ERC y el no templado de ICV? La Constitución europea, que además será la constitución de las constituciones -el Estatut incluido-, no es moco de pavo ni es un reglamento cualquiera ante el que cabría desplegar el colorido arte de la "discrepancia constructiva" practicado por el tripartito, es el proceso constituyente más relevante de la martirizada historia de Europa. ¿Quién tendría que ceder y volver al redil del consenso? Los argumentos que invocan los partidarios del no carecen de consistencia; ni la Constitución europea es el lugar para el reconocimiento explícito del catalán y de Cataluña -ya los reconoce implícitamente-, ni esa Constitución es de derecha o de izquierda, sino que posibilita un Consejo, una Comisión y un Parlamento europeos de derecha o de izquierda según sea la voluntad de los pueblos de la Unión.

Ernest Benach está sintiendo en propia carne y función tanto la incomodidad de vivir en flagrante contradicción con sus pares como la liberación que supone una salida feliz del embrollo. Como presidente de la Conferencia de Presidentes de Asambleas Legislativas, de la que forma parte el Parlament de Catalunya, deberá promover la Constitución europea al haberse comprometido a respetar los acuerdos de la Conferencia que preside, que ha resuelto emprender una completa campaña a favor de la ratificación del tratado constituyente. Los socios del no en el tripartito catalán tendrán que adoptar una actitud más seria y leal, más respetuosa del ánimo de los ciudadanos en lugar de querer "repicar y estar en la procesión" como hasta ahora.

Jordi García-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.

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