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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Qué culpa tendrán las urnas

Muchos creímos en su día que las triquiñuelas del ahora portavoz opositor acabarían por estrellarse en Madrid, y ahí lo tienen ustedes, con las bendiciones de Rajoy ante las muchas atrocidades que farfulla

Zaplana no para

Bocazas más que portavoz de su partido, viajante vocacional de un comercio en el que apenas se representa a lo que queda de sí mismo, parece difícil que Eduardo Zaplana abra la boca si no es para insultar al adversario. No siendo la sutileza su fuerte, su argumentación es una curiosa mezcla de auténticos dirigibles sin otro fundamento que su deseo de enredar y una batería de insinuaciones de pardillo que sugiere saber más de lo que dice. Que un tipo que ni siquiera da para secundario de Arniches haya gobernado aquí durante tantos años y ande ahora intentando por todos los medios que Camps no pueda hacerlo, es algo que causa una cierta estupefacción acerca del carácter de los centenares de miles de valencianos que le obsequiaron con sus votos a cambio de vaciarles los bolsillos para colocar a sus propios. Qué plasta de tipo.

Tranquilidad

Curioso que esta palabra transitada por tanto atropello de consonantes de sobresalto designe un cierto estado de calma. En la playa más próxima al puerto de Valencia, en un mediodía otoñal de sol sin brumas, la claridad de la luz se extiende hasta donde alcanza la vista, que cada vez es menos. Las niñas juegan en la arena a misterios de castillos diminutos y otras construcciones imaginarias, mientras empieza a caer la tarde con la pasmosa rapidez de un escarabajo inadvertido o como fina lámina de acero. La mirada se convierte en un regalo abierto de mucha disponibilidad responsable, y fija un territorio equidistante entre el futuro y la nostalgia. El fatigado mar y su constancia es fiel a sus propósitos, a la manera de una voluntad reiterada y sin destino. Empieza a refrescar y las niñas se cansan de sus juegos de niñas. Nos vamos. Mirando la calma conocida que dejamos atrás y que pronto se convertirá en tumulto.

El placer del texto

Entre los muchos misterios de la condición humana figura uno de no poca envergadura, a saber: por qué los grandes textos narrativos o escénicos pertenecen a épocas en las que la esperanza de vida era mucho menor de la que ahora padecen tantos millones de ancianos en un panorama de geriátricos imposibles. Ese enigma es complementario de otro en paralelo: nunca como ahora se habían producido tantos textos, y a edad temprana, de los que poco más del uno por mil puede considerarse de interés para el progreso de la cultura humana, o para su constatación. Shakespeare era casi un crío cuando murió, y dejó una obra donde figura todo lo que cualquiera quiso saber sobre la vida y jamás se atrevió a preguntar. Como se ve y se escucha en el montaje que Helena Pimenta (que viene de Rentería, nada menos) ha hecho de La tempestad. Pasen, vean, escuchen. Y retengan lo más posible, porque no se trata de una broma televisiva.

Urnas arrojadizas

La trifulca montada por los populeros en Elche en el enésimo enfrentamiento entre campistas y zaplanistas, con las urnas volando por los aires en un revuelo de empujones y amagos de puñetazos, responde en todo a la filosofía política de una parte de la militancia de ese partido. No es forzar mucho las cosas sugerir que la dirección misma del partido está deslegitimando los resultados de las urnas de las pasadas elecciones generales inventándose una tremenda conspiración que los habría desalojado del poder. No es imaginación lo que les falta a esta gente, pero la ficción debe resultar verosímil si quiere colar en los espectadores. Así que el señor Acebes será todo lo patriota que quiera, pero lo suyo no es la narratología. Porque ese guión según el cual altos cargos de la Guardia Civil pudieron faltar a su deber desatendiendo la posibilidad de un atentado que abriría el camino a La Moncloa a Rodríguez Zapatero no hay frecuentador de las salas de cine (por oscuras que sean) que se lo crea.

Miseria pedófila

Nunca le he encontrado la gracia al Marqués de Sade (aparte de su detestable estilo literario, una enumeración rústica de situaciones prefabricadas) aunque sólo sea porque la afición a transgredir los límites por la entrepierna suele dejar atrás un reguero de víctimas inocentes con un futuro truncado. Es algo parecido a lo que ocurre con las ridículas obsesiones sexuales de Henry Miller, el pelmazo más contumaz de la literatura norteamericana moderna. Ignoro qué satisfacción macabra se extrae de ver a menores en internet en pleno despliegue de gimnasia sexual, y tampoco lo entiendo en vivo y en directo. El supuesto paraíso de la infancia no se recupera mediante el recurso -previo pago- al sometimiento sexual de los críos. Pero se ve que miles de adultos de este mundo consideran el asunto de otro modo. Tanto laicos como clérigos.

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