Un paseo imaginario
Recorrido a través de la memoria por una onírica capital almeriense durante un luminoso día de otoño
De Almería se entra y se sale llorando. Hay dos teorías sobre este proverbio, una prosaica y otra poética. La poética dice que aunque la ciudad causa una penosa primera impresión, acaba cautivando el corazón del visitante. Según la prosaica, este refrán viene de los tiempos en los que el mineral se cargaba en el puerto, a las afueras, cuando las numerosas partículas en suspensión provocaban en todo aquel que entraba o salía una molesta irritación del lagrimal. No sé si ese visitante del refrán lloraría hoy al entrar en esta ciudad, que ha mejorado muchísimo en los últimos diez años. Lloraría seguramente si entra por el Levante, a la altura de El Toyo, por la polvareda que están levantando las obras de Almería 2005. Pero no lloraría, seguro, si entrara con su automóvil por la Autovía del Mediterráneo, procedente de Málaga, y abandonara la autopista a la altura de la Vía Parque. La luz estalla al salir del túnel; y la ciudad que aparece ante nosotros se estampa en la memoria.
Mi paseo imaginario transcurrirá por esta ciudad recordada. La memoria difumina los inconvenientes de la vida diaria y subraya sus atractivos. Por ejemplo: salir de casa muy temprano. Salir de una casa imaginaria que está en el barrio del Zapillo y caminar hacia el centro por el Paseo Marítimo, prácticamente desierto a esas horas. No hay viento. Es uno de esos días dorados, luminosos, de mar en calma, propios del inexistente otoño de Almería. A la altura de la plaza de San Miguel me desvío un momento para comprar los periódicos en la librería Zebras. Reanudo la marcha y me detengo frente al monumento en memoria de las víctimas almerienses del holocausto nazi. Se trata de una inquietante composición de columnas echada a perder por los mozalbetes y la desidia del Ayuntamiento. Pero éste es un viaje imaginario y no voy a cabrearme. Además es sábado. O domingo.
Si es domingo la ciudad es nuestra, de los madrugadores. Podemos desayunar churros o tostadas de tomate en la Plaza de Pavía. Si es sábado, prefiero tomarme un café en el Molly Malone's, que ocupa el antiguo vestíbulo del decrépito, pero señorial, Teatro Cervantes, y sumergirme a continuación en el batiburrillo de gente que sube y baja por el Paseo de Almería, que se detiene o charla en corrillos y que parece al mismo tiempo ocupada y ociosa. Si es sábado, subiré al mercado por Reyes Católicos, pero entraré un momento en la librería Picasso, para encontrar ese libro raro que jamás llega a las macrolibrerías de las ciudades más grandes.
El mercado de Almería es pequeño, pero merece la pena recorrer sus puestos de pescado, que están en el piso de abajo. Yo me voy a detener, sólo por el placer de mirar y oler, frente a mis favoritos: los de encurtidos y variantes. Y si no estuviera imaginando, compraría salazones. Mojama o huevas de maruca.
Salgo de la plaza y atravieso el Paseo hasta llegar a la Calle Real por cualquiera de las perpendiculares que las unen. Paso frente a Casa Puga, la taberna más emblemática de Almería. Pero es muy temprano todavía para tomarse una caña. Mejor a la vuelta, cuando baje de la Alcazaba, adonde me dirijo por la calle Almanzor, por detrás de la Plaza Vieja. La Plaza Vieja, que es la Plaza del Ayuntamiento, es uno de los rincones con más encanto de Almería pese a su abandono y a su espantoso monolito de mármol. Ay, el casco histórico de Almería, eso sí que tiene delito. Cuando yo llegué a la ciudad los grandes caserones se caían a pedazos. Afortunadamente, hoy muchos empiezan a rehabilitarse con ayudas públicas, pero otros son ya irrecuperables. Aun así, merece la pena perderse por su laberinto de callejuelas y dejarse sorprender por su placitas imprevistas y silenciosas.
Los almerienses no suelen subir a la Alcazaba, igual que los madrileños no suelen entrar en el Museo del Prado. Pero la Almería de mi imaginación es la que se ve desde la muralla de la antigua fortaleza árabe en este día soleado: un pueblo moro de techos abigarrados hacia el sur, que se ha ido modernizando y ampliando hacia el levante. Si el día es claro la vista alcanza hasta el Cabo de Gata. Me gusta también asomarme al norte, a la finca de La Joya, donde el CSIC mantiene una reserva de fauna subsahariana que colinda con otra reserva: La Chanca. Me quedaría horas y horas contemplando desde lo alto el trasiego de aquel barrio. Una mujer limpia aquí el terrado, unos chicos hacen corro alrededor de una moto, allí otros trapichean y yo desde la Torre del Homenaje imagino sus diálogos y sus vidas mientras escucho el lolailo atronador de un rumba, que proviene de no sé dónde.
Entra el mediodía y ahora sí apetece esa cerveza aplazada. La tomaré en Casa Puga o en cualquiera de las tabernas que menudean entre la Plaza Vieja y Puerta Purchena, entre la Catedral y la plaza de la Virgen del Mar. Una caña y una tapa. Ah, las tapas. Las tapas son un arma de doble filo. Por una parte han hecho célebre a la ciudad, pero por otra han disuadido a quienes pensaron alguna vez montar un restaurante de cocina tradicional almeriense. Por fortuna las cosas han empezado a cambiar de un tiempo a esta parte. Recuerdo ahora las berenjenas laminadas y milagrosamente fritas de Casa Sevilla o su tomate Raf con ajo y aceite. Podemos comer allí, si las tapas no nos han hecho perder el apetito. O salir de Almería por la costa hasta el aeropuerto, para pedir gambón rojo y patatas a lo pobre en el chiringuito más famoso del mundo, que es el chiringuito de El Alquián. Para la siesta, que cada uno se vaya a su casa.
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