Imbéciles
Supongo que no habrá nadie tan imbécil como para votar otra vez a los diputados absentistas que hicieron fracasar una de las leyes más interesantes del Estado reformador: la que debía cambiar las formas de votación para la elección de jueces. Cinco de los 18 diputados son ministros que sabían la urgencia y la oportunidad de la ley para evitar la mayoría conservadora. Ya sé que todo ello es también imbécil a ojos de un razonador: los jueces no deben ser conservadores ni progresistas, sino unos intelectuales del derecho y unos respetuosos de la justicia, y que ellos mismos deberían ganarse la independencia del poder judicial frente al legislativo. Pero también todos sabemos que España está dividida, además de por las autonomías y por las regiones naturales, y los equipos de fútbol, entre progresistas y conservadores, palabras antiguas pero útiles para no nombrar partidos, y fingir ecuanimidad. Pero son los partidos los que les ponen en las listas de elegibles. Realmente, aferrarse a la razón en un mundo fanatizado es completamente imbécil.
No sólo fallaron los socialistas, y los de los partidos que impulsan la reforma; también muchos del PP se ausentaron. Pero quedaron los suficientes como para negar la ley. La explicación es muy sencilla: era jueves. Los jueves van tomando cariz de viernes, que hace ya muchos años que duplicaron el valor del sábado, que se había ido identificando con el domingo. Y un diputado debe tener, sin duda, derechos laborales. No tienen muchas cuentas que rendir, aunque hay partidos -el socialista- que les pone multas por no asistir a la cámara. En medio de todo reaparece la contradicción: los diputados son dueños personales de su escaño, y pueden hacer con él lo que quieran. Sin embargo, son diputados porque su partido les ha puesto en su lista cerrada: el que vota no es tan libre como se le hace creer. Por eso aparecen individuos que, como en León, cambian de pensamiento sin dejar de ser concejales, y derriban al alcalde. Otros dos de triste memoria cambiaron el valor de la Comunidad de Madrid. La idea de que una democracia pueda tener leyes, reglamentos y estatutos antidemocráticos, que cambian la voluntad del votante, parece imbécil. Y es que la realidad no es incompatible con la imbecilidad.
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