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Columna
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Telépolis

Escribo esta columna antes del sábado, de manera que no puedo decirles si el pleno del Ayuntamiento de Ayamonte (Huelva) ha decidido finalmente nombrar hija predilecta de la localidad a María Isabel López. Pero ustedes ya se habrán enterado. Ustedes, además, ya sabrán si el Consistorio andaluz, con la anuencia de los grupos municipales del PP, PA e IU, ha dado la luz verde al proyecto de construcción de un parque público dedicado a la joven cantante que ganó la versión infantil del veterano festival de Eurovisión (una cosa que llaman Eurojunior). Ustedes ya sabrán, por lo demás, que la pequeña María Isabel, de nueve años de edad, arrasó en el concurso celebrado en Noruega.

Imagino que nadie se habrá opuesto a que María Isabel sea nombrada hija predilecta de su pueblo y a que un parque lleve su nombre. Oponerse a que un parque, una calle o una escuela pública sean bautizados con el nombre de un ciudadano distinguido no es algo muy estético. Es verdad que en 1977 fracasó en Gernika una propuesta para dedicarle al poeta bilbaíno Blas de Otero un instituto, y también es verdad que Juan Larrea no tiene aún una calle con su nombre en la ciudad que le vio nacer. Pero estamos hablando de Huelva, de la patria de Juan Ramón Jiménez, y no de Vinogrado. El propio alcalde de Ayamonte ha reconocido que el triunfo de su vecina en este festival "ha sido lo más grande que le podía pasar a este pueblo". Una expedición de diez personas, encabezada por el regidor, acompañó a la representante española a Lillehammer (Noruega), donde, según la máxima autoridad municipal, "armamos más ruido y nos hicimos notar más que los 12.000 que había en todo el recinto".

Son noticias curiosas, sucedidos que ponen en valor, como dicen ahora los políticos, la denostada pequeña pantalla. Mal que les pese a algunos aguafiestas, vivimos en Telépolis. No hace falta dejarse las pestañas estudiando ni pasarse la vida en un laboratorio ni pisar ningún podio para que a uno, en Telépolis, le pongan una calle o le declaren hijo predilecto de su localidad. Lo único que hace falta es triunfar en la televisión, convertirse en carne de pantalla y freírse en las parrillas de programación. Todo puede pasar en la televisión y todos deben, si de verdad desean demostrar su existencia real, pasar por ella, porque fuera de ella está el vacío, la angustia del no ser. Gracias a ella (a la televisión) se salvan vidas. Lo decía esta misma semana la presentadora del programa llamado Gran Hermano en la apertura de un máster de periodismo en Bilbao: "Estamos salvando vidas". Y no se refería a las de los cobayas humanos que intervienen en el experimento. Se refería a la campaña antitabaco que abandera el programa en cuestión. Mientras escribo esta columna y el Ayuntamiento de Ayamonte declara hija predilecta a la pequeña María Isabel (supongo), Gran Hermano sigue salvando vidas. En Telépolis es más fácil dejar de fumar que despegar el ojo de la cerradura del cuarto de baño, también llamado wáter, excusado o retrete.

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