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Columna
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Ánfora

"EN LAGOS en agosto", escribe la poeta portuguesa Sophia de Mello, "el sol cae vertical y hay sitios donde hasta el suelo está encalado". Cabe imaginar lo que significa caminar bajo ardiente irradiación del sol africano, buscando, sin encontrarla, una delgada sombra en la que refugiarse como quien humedece las puntas de los dedos en un agua refrescante. De manera que, según nos sigue relatando la escritora, se pone al resguardo en una umbría tienda de alfarería, en la que, una vez acomodada su mirada al brusco cambio de luz, se queda, de nuevo, deslumbrada por el palpitar de las ánforas allí exhibidas, cuya coloración alternante combina el rosa pálido y el rojo oscuro, dos pigmentaciones características del barro. La súbita revelación de la belleza de la forma y el color, hurtados por el cegador sol del mediodía estival, la deja instantáneamente estupefacta, obligándola, de manera imperativa, no sólo a inquirir sobre el efecto producido en ella misma, sino acerca del sentido del arte, sobre todo, cuando comprende que el agua que podría llenar una de estas ánforas y calmar su sed, ya ha sido saciada por la alegría y la paz que le proporciona este deslumbramiento al encontrarse con la belleza de estar en el mundo, de haberse "reunido" con él. "Miro al ánfora en la pequeña tienda de alfarería", nos dice entonces. "Sobre ella se cierne una dulce penumbra. Afuera hace sol. El ánfora establece una alianza entre el sol y yo".

Esta hermosa confesión es la que da origen al texto donde la escritora resume su "Arte poética", con la que concluye su maravilloso libro titulado Nocturno mediodía. Antología poética (1944- 2001) (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores), en edición bilingüe al cuidado de Ángel Campos. Todos los versos de Sophia de Mello son, podríamos decir, una exploración arqueológica de la huella luminosa, tal y como ésta quedó signada en la geografía y en los restos históricos de la antigua Grecia, donde el sol y el mar detuvieron indefinidamente el tiempo, haciéndonos sentir como dioses así como, ¡ay!, lamentar simultáneamente tan irreparable pérdida. Desde entonces, el mundo sigue habitado, pero ya no es un reino, y, para percibir ese fulgor mítico, nos vemos impelidos a buscarlo en solitario y a conquistarlo con la alianza poética que cada uno teje.

"Me olvidé de vosotros", se lamenta en verso ante los dioses Sophia de Mello, "y sin memoria / ando por los caminos donde el tiempo / como un monstruo a sí mismo se devora". ¿Qué hacer ante la consciencia de tan mortal escisión sino, en todo caso, reparar en esa "luz oblicua" del atardecer, "que muere y arde en los cristales"? La inconsolable ansia poética exige una cierta inclinación de la mirada, como quien reza ante el universo, lo que explica la confidencia que nos hace Sophia de Mello como colofón de su arte, inopinadamente descubierto en una humilde tienda de alfarería: "Por eso me llevo el ánfora de barro pálido y para mí es valiosísima. La pongo sobre el muro frente al mar. Ella es allí la imagen de mi nueva alianza con las cosas. Alianza amenazada. Reino que con pasión encuentro, reúno, edifico. Reino vulnerable. Compañero mortal de la eternidad". He aquí el brillo oblicuo del ánfora.

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