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Columna
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Neruda

La palabra de Neruda ha paseado estos días por las aulas y los buzones andaluces. En Granada, en Córdoba, en Almería, se han recordado los cien años del poeta, sus compromisos, sus metáforas, el modo que tuvo de mezclar la realidad y el sueño como una forma de sabiduría. Los españoles tenemos una deuda de gratitud con este escritor, chileno y nuestro, que sintió como una tragedia personal la guerra civil y se desvivió para buscar las palabras que llamasen la atención del mundo, y para buscar un barco que transportase a 2.000 republicanos hacia una nueva vida americana, salvándolos de la derrota, de los campos de concentración franceses y del ejército nazi. Amaba la lengua, era hermano de García Lorca y de Alberti, discutió como cualquiera con Juan Ramón Jiménez, se sentía feliz en las tabernas madrileñas, en el mercado de Argüelles, en los restaurantes con sabor a comida casera, en los tenderetes de libros viejos con olor a papel húmedo y a palabras gongorinas de vitalidad renovada. Los escritores, los camareros y los perros de la Puerta del Sol conocían al Cónsul de Chile que había hecho de España su residencia en la tierra. Por eso sintió el levantamiento militar de Franco como una herida propia, y escribió España en el corazón, uno de los libros más emocionantes sobre aquellos días de muerte, heroísmo y desamparo. Las palabras épicas surgieron de una conmoción íntima, como si estuviese hablando de un amor roto. A lo largo de toda su obra, al doblar la esquina de un verso o de un recuerdo, en el lugar menos previsible, volvía a aparecer la palabra España, como una herencia común, ya fuese para hablar sin demagogias de la Conquista, ya fuese para homenajear a Luis Companys, ya fuese para hablar de una casa con flores.

Neruda dedicó un poema a Almería. Con motivo de la Feria del Libro, El Gaviero Ediciones ( es decir, Ana y Pedro) y el Centro Andaluz de las Letras han editado un pliego para repartir el poema por las calles y los buzones de la ciudad. Los versos comparan la ciudad bombardeada con un plato humeante que se sirve en la mesa de los cómplices de Franco. Un plato de hierros, de cenizas y lágrimas en la mesa del Obispo. Un plato de cabezas pisadas y de niños del sur en la mesa del Banquero. Un plato de frío de temblores y de juramentos rotos en la mesa del Coronel y de la esposa del Coronel. Un plato sucio de sangre pobre en las mesas de los embajadores y los ministros que jugaron al cinismo de la neutralidad. A todos ellos les sirve Neruda un plato sucio, desbordado, de sangre de Almería. La poesía evoca un dolor viejo, que se ha ido serenando con el tiempo. El drama, desde luego, casi pertenece a otra época de España, y recordarlo sólo significa un homenaje a la poesía solidaria de Pablo Neruda y una denuncia de las guerras que siguen asolando otras partes del mundo. Para que aquel sangriento capítulo español concluya definitivamente, sólo falta que se retire el plato humeante de la mesa del Obispo. La Iglesia bendijo brazo en alto el golpe de estado y la represión, y Franco agradeció los servicios prestados firmando unos acuerdos económicos y políticos que están fuera de lugar en cualquier constitución moderna. La guerra civil no se cerrará del todo mientras sigan humeando estos platos.

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