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Tiempos de incoherencia

Hace unos meses que les otorgó una medalla al mérito cívico. Ahora el Gobierno decide incluirles en la lista de quienes percibirán indemnización y pensión con cargo a los presupuestos públicos en caso de muerte o lesiones, junto a los militares y los cooperantes que intervienen en países en guerra. Hablo de los periodistas, claro, de esos profesionales que a veces pierden la vida en su trabajo, como les pasa por otra parte a muchos trabajadores de otras profesiones. El Gobierno considera que es el dinero público, el de todos los ciudadanos, el que debe socorrerles en caso de muerte o incapacidad acaecida en situaciones bélicas, pues dice que cumplen con una función cívica tan excelsa y necesaria para una sociedad libre como la de informar.

Raramente encontramos a ese presunto ciudadano autónomo deseoso de ejercer su libertad con responsabilidad

Los panaderos, los pescadores, los mineros, no cumplen una función excelsa, sin duda, pero la suya no es menos necesaria para que subsista la sociedad democrática: nos alimentan, nos dan calor. Pero a nadie se le ocurre que sus accidentes (¿cuántos marinos mercantes españoles han muerto en situaciones de guerra en los últimos años?) sean a cargo de la sociedad, ocurran donde ocurran. ¿Cómo es eso? Pues porque son trabajadores de unas empresas que cobran por el pan, el pescado, el carbón que nos proporcionan. Justo es que sea ese empresario el que cargue con los riesgos laborales de sus trabajadores, puesto que recibe su beneficio. ¿Y los periodistas? ¿No son trabajadores de unas sólidas empresas de comunicación que nos venden el fruto de su trabajo en forma de noticias y obtienen beneficios de ello? Evidente que sí. ¿Por qué razón, entonces, es el presupuesto público el que debe subvenir a las necesidades de sus empleados? ¿Por qué el ciudadano debe pagar dos veces el precio de las noticias, una cuando compra el periódico y otra cuando paga sus impuestos? ¿Es compatible con el principio de igualdad de todos los ciudadanos este trato discriminatorio a favor de unos determinados asalariados? Parece mezquino decirlo cuando existen periodistas fallecidos con nombre y apellido, suena como si se tratase de regatear a sus deudos unos euros, pero un Gobierno que presume de republicanismo cívico no debería dar tratos de favor a nadie, y menos a los poderosos, por humanamente simpático que resulte su rostro. Porque la medida no parece tener otro origen que el deseo de halagar a una determinada clase profesional y ganarse la simpatía del poder mediático. Y los medios, tan críticos siempre con cualquier asomo de corrupción, debieran ser coherentes y, por ello, conscientes de que en este caso también la hay. El elevado grado de autoestima corporativa característico de los profesionales de la información no debería cegarles con respecto a la procedencia de lisonjas tan interesadas. ¿O sí?

Incoherencia, notable incoherencia, se detecta en tantos y tantos ciudadanos que reclaman el derecho a disponer libremente de su vida y de su muerte, sin interferencias de un Estado que, en cuanto se le deja, se autoproclama nuestro protector. Yo estoy de acuerdo con la reclamación. Lo dijo John Stuart Mill y permanece vigente: mientras no haga daño a otros, mi vida me pertenece y nadie tiene derecho a inmiscuirse en lo que haga con ella. Y, sin embargo, cuando miramos en nuestro derredor raramente encontramos a ese presunto ciudadano autónomo deseoso de ejercer su libertad con responsabilidad. Vemos más bien a una pléyade de niños consumistas que gimotean ante los tribunales por las consecuencias desagradables de sus propios actos libres y reprochan al poder que no les impidiera en su momento ejercer su elección. Es la sociedad (o la tabacalera de turno) quien tiene la culpa de mi cáncer, porque no me impidió fumar cuando decidí hacerlo. La sociedad debe ir a rescatarme, cuando se tuerce la excursión arriesgada que yo solo decidí. Papá Estado debe protegerme contra los errores de mis decisiones, debe cuidarme como a un niño, porque en realidad no soy libre cuando actúo, sino esclavo de una manipulación universal de las mentes. ¿Y a este niño le vamos otorgar el derecho a la eutanasia, al mismo al que le negamos el derecho a consumir drogas porque es malo para su salud? Pues sí, a él se lo daremos, porque es justo que así sea. Pero no nos engañemos, la incoherencia nos ronda.

Incoherencia en tanta izquierda que está revistiendo el laicismo de sacralidad (ya se ha celebrado un bautismo cívico, con padrinos y todo). La religión no consiste sino en la delimitación de ciertas cuestiones como sagradas (Durkheim), y por eso cierto laicismo lleva camino de ser una religión. En la Europa construida políticamente sobre el principio de tolerancia, se llega a poner en cuestión ésta. Tolerar es convivir con aquellas creencias que nos repugnan, que nos ofenden, que nos disgustan. Porque tolerar a los que piensan como nosotros no tiene mérito alguno. Y aquí se está empezando a ser intolerante con los papistas, es decir, con los católicos que asumen el dogma estándar de su religión, para entendernos. Pero mientras no se traduzca en actos concretos en la esfera pública que atenten a los derechos de los demás, todo el mundo tiene derecho a creer que es pecado, o que no lo es, lo que le apetezca. Es su esfera privada, el coto vedado a la autoridad.

En Gran Bretaña, desde finales del XVII hasta mediados del XIX, los papistas estuvieron excluidos por ley de la administración y el gobierno, pues se consideraba que sus creencias eran incompatibles con el régimen parlamentario inglés ¿Resucitaremos en el XXI esa norma en nuestra liberal Europa? ¿Les preguntaremos en el futuro a los candidatos musulmanes qué considera su dogma religioso pecado, y qué correcto, antes de permitirles ser comisarios, ministros, parlamentarios, o lo que se tercie? ¿Estableceremos un catálogo explícito de dogmas religiosos inhabilitantes para cargos públicos, o se irá creando doctrina sobre la marcha, en cuyo caso tendrán ventaja los que puedan amparar su dogma en una particularidad identitaria, porque el respeto a ésta es un tabú cívico más sagrado que el laicismo?

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Tiempos de incoherencia, sin duda. Baste ver mi caso, el de un ciudadano agnóstico, partidario de una regulación liberal de la eutanasia, creyente ferviente en la función esencial de la libre información y votante socialista. Y, sin embargo, escribiendo estas líneas. Inconsecuente. ¿O no?

José María Ruiz Soroa es abogado.

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