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Hacia una defensa europea integrada

Los recientes acontecimientos internacionales y, en particular, la reelección del presidente Bush, hacen inexcusable una revisión de la arquitectura europea de seguridad y defensa, que desde la firma del Tratado de Washington en 1949 apenas ha sufrido variaciones significativas.

El cambio radical en el escenario estratégico que se produjo en los años noventa por la caída de los regímenes comunistas en el este de Europa dejó a la Alianza Atlántica sin el objetivo que la dio origen y la justificó durante cuarenta años: la defensa de Occidente frente a la URSS. No obstante, la OTAN se mantuvo como única organización de seguridad para Europa, asumiendo nuevas misiones relacionadas con los riesgos emergentes, globales y deslocalizados, siempre bajo el liderazgo político y militar de los EE UU.

El 11-S marcó un punto de inflexión en el mundo posterior a la guerra fría y constituyó además la prueba de fuego para la OTAN. El Consejo del Atlántico Norte declaró, por primera vez desde su constitución, un caso Artículo 5, es decir, una agresión directa a uno de los aliados, y ofreció, consecuentemente, la ayuda militar de sus miembros al agredido. Sin embargo, EE UU no estaba dispuesto a discutir con sus aliados la respuesta al terrible atentado. Tomarían sus propias decisiones y dirigirían las acciones consecuentes de forma unilateral con apoyos directos e incondicionales de sus aliados más fieles. Así sucedió en la intervención en Afganistán, en la que dejaron explícitamente de lado los mecanismos de la Alianza, aunque luego acudirían a ella para labores de reconstrucción y estabilización. Y así ocurrió, por supuesto, en la guerra de Irak, en este caso con los agravantes de la oposición de algunos de sus aliados europeos y de la falta de respaldo por parte del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

EE UU ha manifestado reiteradamente que no va a sujetarse a ninguna decisión de organizaciones internacionales como OTAN, Naciones Unidas o cualquier otra, cuando considere afectada su propia seguridad. Ésta es la tesis de la Administración Bush y una de las claves de su reelección. Pero tampoco el candidato demócrata, Kerry, ha rechazado claramente en su campaña esta concepción de la política exterior norteamericana. En la práctica, la OTAN queda relegada a un papel subsidiario, al que acude a solicitar apoyo para sus iniciativas o, si la situación se complica, ayuda para compartir sus costes económicos y humanos. Las naciones europeas se ven abocadas a aceptar que asuntos que afectan a sus intereses o a su seguridad sean decididos al otro lado del Atlántico sin que se ofrezca otra opción que seguir al líder o mantenerse al margen.

La Unión Europea carece de credibilidad en materia de seguridad, ya que no dispone de instrumentos colectivos para implementar una hipotética decisión común que habitualmente está muy lejos de producirse. A pesar de formar parte de una entidad política superior, las naciones europeas tienen que enfrentarse a sus problemas de defensa en solitario y deben responder al líder americano de manera individual, contando exclusivamente con sus propias capacidades políticas y militares. La realidad es que Europa ha sido incapaz, más por desunión que por falta de medios militares, de hacer frente a crisis casi domésticas, como la de los Balcanes, o de hacer respetar su voz en escenarios importantes para la seguridad global, como el conflicto palestino-israelí.

Esta situación de inferioridad no tiene perspectivas de mejora a corto plazo, ya que la Unión Europea no tendrá un peso político propio significativo, ni auténtica independencia, sin estar respaldada por una capacidad militar colectiva creíble y suficiente. Las cuestiones clave son dos: primera, si es posible imaginar el futuro de la UE con una Constitución común, una moneda única, una integración progresiva, y con 25 o 28 ejércitos distintos, y segunda, si vamos a dejar depender para siempre nuestra defensa de un Estado exterior a Europa. Hasta los más escépticos convendrán que, algún día, Europa tendrá que ser capaz de garantizar por completo su propia seguridad. Lo que ahora cabe preguntarse es cuándo vamos a empezar en serio a construirla y si retrasar su lanzamiento definitivo nos beneficiará en algún aspecto.

Los avances en la construcción de la defensa común europea han sido hasta ahora muy tímidos. La Unión Europea Occidental, anterior en su creación a la propia OTAN, quedó relegada, con la creación de ésta, a un papel casi simbólico. La Política de Seguridad y Defensa Común apenas ha pasado, en el aspecto operativo, de una mera declaración de intenciones. La OTAN ha conseguido casi siempre fagocitar la autonomía europea integrándola bajo el nombre de Identidad Europa de Seguridad y Defensa, uno de los pilares de la Alianza, sometido, naturalmente, a su control. Iniciativas como la creación de unidades multinacionales o la Agencia Europea de Defensa están aún demasiado lejos del "desarrollo de una política de seguridad común que deberá conducir un día a una defensa común", tal como se refiere a este tema el proyecto de Constitución europea.

El primer paso para hacer realidad lo que hasta ahora sólo está en el papel sería, lógicamente, definir la clase de defensa común que deseamos. ¿Nos conformaremos con una coordinación de las políticas nacionales de defensa o queremos una defensa integrada que sea realmente capaz de respaldar nuestros intereses y nuestras políticas allí donde sea necesario? ¿Queremos una defensa común tutelada por la OTAN o realmente autónoma?

La creación de la Defensa Europea demanda, más allá de la retórica, un "acto atrevido y constructivo" como el que propuso Robert Schumann en 1950 al iniciar el camino de la unidad europea. Con todas sus consecuencias, incluida la constitución de unas Fuerzas Armadas europeas unificadas, así como la puesta en marcha de los necesarios mecanismos comunes de mando y control operativo y político. Es necesario elaborar cuanto antes un concepto, un plan y un programa, así como un calendario concreto y prudente porque se requerirán entre 10 y 20 años antes de ver un resultado que quizá sea ahora difícil de imaginar, pero que no es imposible. ¿Quién creía hace 20 o 30 años en la moneda única?

Se ha extendido la opinión de que Europa es incapaz de garantizar su propia defensa porque carece de potencial militar suficiente. ¿En qué está basada esta opinión común? ¿Hay estudios serios, cifras, datos? Creo que podemos convenir que actualmente y en el previsible futuro la amenaza principal es el terrorismo internacional. Los conflictos bélicos que pueden presentarse serían en todo caso asimétricos, es decir, el adversario no dispondría de capacidad tecnológica ni poder militar suficiente para enfrentarse en plano de igualdad y recurriría a acciones de baja o media intensidad. ¿Cuánta fuerza militar necesitamos para enfrentarnos sólidamente a estas amenazas y ser capaces además de apoyar procesos de paz? ¿No son suficientes los 200.000 millones de dólares que gastan en defensa actualmente los miembros de la UE para garantizar la seguridad de un conjunto de naciones, esencialmente pacíficas y sin ánimo de dirigir la política mundial?

El problema principal al que nos enfrentamos es la falta de voluntad política de muchas de las naciones europeas para emprender este camino que nadie considera fácil. En cada caso pueden encontrarse razones históricas, políticas o económicas de distinta índole. Pero, en general, hay muchos que consideran más cómoda la protección de la gran potencia americana, que ha permitido durante décadas un desarrollo económico holgado, que enfrentarse a un futuro incierto pero inevitable. Como pasa casi siempre, la dependencia no se basa tanto en la debilidad de los dependientes como en su aceptación de la situación.

Naturalmente, la relación trasatlántica debe mantenerse. Compartimos con la gran nación del otro lado del Atlántico valores, cultura y muchos intereses. Somos interdependientes económicamente. Probablemente nuestros caminos están unidos para un largo periodo de la historia. Pero no podemos seguir mucho tiempo con una relación descompensada, en la que los socios menores, desunidos, ni siquiera tienen la garantía de ser escuchados cuando su punto de vista difiere del que defiende el socio principal. Lo que necesitamos es una relación más equilibrada en la que dos aliados, EE UU y la Unión Europea, discutan en un plano de igualdad sus intereses comunes y su apoyo mutuo, con total lealtad y absoluto respeto a las decisiones del otro. Un nuevo tratado que adapte la relación trasatlántica a la realidad estratégica presente y sirva realmente no sólo a la lucha contra el terrorismo, sino también a la estabilidad global. La mejor manera de garantizar la multilateralidad es ejercerla.

La defensa europea integrada no es una utopía, es un objetivo posible y bueno para nuestras naciones. Antes o después se logrará. Probablemente bastará con que cuatro o cinco países se pongan de acuerdo en avanzar decididamente por esta vía para que otros se vayan incorporando progresivamente. En realidad, Europa se ha construido así.

En todo caso, parece un tema suficientemente importante como para que se abra sobre él un debate en la Unión Europea basado en datos y en estudios técnicos, no en tópicos. Es el futuro de nuestra seguridad lo que está en juego.

José Enrique de Ayala Marín es general de brigada del Ejército de Tierra.

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