_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

En Alicante

Alicante está muy lejos de Valencia aunque solo medien cien minutos en Euromed o en autopista. Y esto sucede porque la suya es una lejanía misteriosa; también la libérrima distancia que surge de un viejo vivir de espaldas. Entre Alicante y Valencia la proximidad y lo remoto se juntan en una danza sugerente pero también fría, y yo creo que termina ganando la recíproca extrañeza. Para confusión de los políticos vertebradores y para dolor profundo de los que aman las identidades colectivas.

Pasé allí tres días y Alicante me hizo señas de ciudad estado. Como si aún retuviera algo de la Grecia antigua; de su verdad de roca y de mar. De sosegados acentos. Alicante guarda su mapa íntimo y transfronterizo a un tiempo, como todas las ciudades del mundo, y ese mapa, claro, no es el de las cartografías, sino otro, más complejo y caprichoso. Alicante, me dije, es el recoleto Montevideo de una Buenos Aires que es Valencia. Y por el medio no pasa el río de la Plata, sino las sierras de Aitana y la selva civilizada de la Ribera, la Marina y la Safor.

Luego también sentí que Alicante se parece más a Barcelona que a Valencia, como si compartiera con la capital de Cataluña una mediterraneidad más mesurada. Con su Tossal / Tibidabo y su Benacantil / Montjuic. Y hasta elucubré que Alicante tiene más que ver con la cercana Murcia, con la ribera del Segura, con los secos campos y montes del sureste y de Azorín, que con el resto de la provincia. Y de ahí, de nuevo, volví a la ciudad estado. Como si Alicante se bastara con su fachada marítima, con sus montes republicanos, con su alma portuaria, con su tráfago de ingleses y argelinos. Vi una ciudad cosmopolita y universitaria, atendida por muchos aviones, pacíficamente dimitida de otras responsabilidades rectoras. A Orihuela le cedió la metafísica, a Elx la vieja costumbre ibérico-romana, a Alcoy una valencianidad más inocente y raigal, y a Benidorm la rebelión de las masas. Y no sé si también encontré un Alicante que todavía es el de Miguel Miró en sus horas más marinas y lentas.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_