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Columna
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Vigencia de Ernest Lluch

Antón Costas

La noche del sábado al domingo pasado hizo cuatro años que ETA le asesinó. Como todos los asesinatos de la banda terrorista, fue un acto cruel, vil e inútil, porque inútiles son, a la postre, todos los intentos de torcer la voluntad de los hombres y las mujeres libres mediante el uso de la violencia sobre las personas. Porque ése es, en realidad, el objetivo prioritario de ETA, no el Estado y sus representantes, sino las personas libres, vascas o no, que se atreven a pensar y a expresarse por su cuenta, ya sea en las aulas, en los medios de comunicación, en las calles o en los foros públicos. Ésos son sus verdaderos enemigos.

Por eso fue asesinado Ernest Lluch.

Nunca la violencia terrorista fue parturienta del progreso social y político en las sociedades democráticas. Por el contrario, sólo engendra dolor para las víctimas, irracionalidad política y más violencia de signo contrario. No hay ningún ejemplo de cambio histórico en una sociedad democrática que haya sido alcanzado por la violencia sobre las personas. De ahí que Lluch se rebelase contra la idea, que se extendió de forma interesada en los años noventa, de la existencia de "una ETA buena" -la de sus inicios, con el asesinato del torturador franquista Melitón Manzanas y del vicepresidente Carrero Blanco-, frente a "una ETA mala", la que intensificó sus acciones y asesinatos coincidiendo con la democracia. Para él, el error político de ETA, su "pecado original", como lo denominó, está en su misma idea fundacional, el día de San Ignacio de 1959: la creencia en el uso de la violencia sobre las personas como instrumento para lograr objetivos políticos. Ya sea la violencia en su versión terrorista, contra la vida, o en la aparentemente más light pero más perturbadora, la violencia cotidiana del fascismo, que intimida, amenaza y amedrenta para impedir la libertad de pensamiento y expresión.

Al recordarle ahora en el cuarto aniversario de su asesinato, tenemos que evitar que el olvido de su figura y de su obra nos lo mate del todo. Por eso me parece muy acertada la decisión del alcalde Joan Clos de dar su nombre a la gran plaza del Fórum, donde la Diagonal llega al mar, acercándose a su Vilassar querida. Estoy seguro de que le gustará el lugar porque, como decía Lluís Foix en el acto de colocación de la placa este fin de semana, se trata de un lugar muy moderno, recuperado de la miseria y el desorden urbano, donde la ciudad perdía su nombre y se ocultaba todo lo que queríamos ignorar.

Pero la necesidad y conveniencia de recordar a Ernest Lluch no es simplemente un acto cívico, un deber moral ante una persona que perdió la vida por defender la libertad de todos nosotros.

Su pensamiento tiene una extraordinaria vigencia para comprender y enfocar la solución a muchos de los problemas con los que nos enfrentamos en este siglo XXI, desde los más cercanos y de naturaleza política -como las relaciones entre Cataluña y el País Valenciano, o las relaciones entre "España y las Españas"- hasta los más globales, que exigen grandes cambios sociales y económicos, como la globalización, el cambio tecnológico y económico, la productividad, el envejecimiento y las desigualdades sociales crecientes.

La vigencia del pensamiento de Lluch sobre todos estos problemas reside en la originalidad de sus enfoques.

Tenía a mi juicio lo que los psicólogos llaman un "pensamiento lateral", es decir, capacidad para aproximarse a los problemas de una manera no convencional, innovadora, intentando comprender la complejidad de las cosas y buscando nuevas soluciones para viejos problemas. Por eso era tan polémico. Su lema fue el del siglo de las luces: sapere aude, atrévete a pensar.

Pensaba que en la vida social y política hay que tener pocos valores, pero muy firmes. Y, sin duda, para él la tríada eran la libertad, la igualdad y la fraternidad. Tengo enmarcado en mi despacho de la Facultad de Económicas de la Universidad de Barcelona, que era también la suya, un breve documento manuscrito en catalán, con su característica letra clara y precisa, que es muy revelador de su pensamiento y práctica política. Como, al verlo, muchas personas me han pedido copia, quizá valga la pena transcribirlo aquí: "El socialismo es llevar la máxima libertad, la máxima igualdad y la máxima fraternidad posibles a las personas que viven en sociedad. Para lograrlo no basta con políticas públicas, sino que también hace falta que la moral y la ética de las personas cambien paralelamente. Hemos de cambiar las cosas, pero hemos de cambiar también a las personas. Pienso que hemos de hacer nuestros los valores del cristianismo primitivo y del cristianismo humanista. Hemos de de incorporar los valores de camaradería de los trabajadores en el trabajo y en su organización autónoma. La ética del trabajo y de la tarea bien hecha nos ha de vertebrar. Colectivamente hemos de esforzarnos para que desaparezcan los flagelos y causas de desigualdad, el miedo a la enfermedad sin asistencia, la vejez sin recursos, el no poder estudiar teniendo condiciones y ganas. Queremos también que la formación de las personas nos permita disfrutar del ocio de una manera creativa y enriquecedora. Hemos de hacer esto extendiendo la mirada a nuestro alrededor, pero contemplando a todo el planeta que queremos conservar, hasta que la inmensa mayoría viva en condiciones dignas y en una libertad que es un fin en sí misma".

Una forma fácil de acercarse al pensamiento de Ernest es la lectura de sus artículos periodísticos, cuya publicación está llevando a cabo la Fundación Ernest Lluch, radicada en Vilassar de Mar (www.fundacioernestlluch.org).

Además de comprobar ese espíritu libre y poco convencional del que he hablado, el lector verá también que nada humano le era ajeno.

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