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Columna
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El apagón

El apagón del otro día me ha hecho revivir escenas desvaídas en la memoria. Hace 60 años, Madrid era una ciudad habitada por las restricciones: de pan, de carne, de tabaco, de leche, de gas y de fluido eléctrico. Se cortaba la luz durante determinadas horas del día y nos acostumbramos a utilizar arcaicos sustitutos. Aquellos cortes solían ser puntuales, es decir, en horas prefijadas, aunque también fueran cotidianas las suspensiones imprevistas. Entonces decíamos "se fue la luz", como si fuera un personaje como nosotros. El jueves 18 de noviembre, el incendio de una remota central -remota para los que viven lejos- anticipó la penumbra en un par de horas y se produjeron reacciones curiosas.

En primer lugar, el comportamiento de la población. Nada hubo que se pareciera al pánico colectivo, ni al temor, más que justificado, de que, en cualquier momento, y junto a nosotros tenga lugar un atentado terrorista. Esa eventualidad creo que forma parte inconsciente del mundo en que vivimos. Yo me encontraba -lo que no es frecuente- terminando un grato almuerzo con viejos amigos en un restaurante de la calle de Ayala. Durante los primeros minutos, apenas se modificó el ambiente. Al pasar el tiempo, medio en broma, se reprochaba a los encargados del local que no dispusieran de velas, linternas u otros artificios para iluminar la segunda taza de café, bajar a los servicios o, simplemente, pedir la cuenta. Descender unas escaleras y adivinar la ubicación del recipiente sanitario constituyó para algunos una experiencia táctil. Pagar, imposible, ya que la caja expendedora de las facturas y recaudadora de los ingresos funciona a base de la electricidad que faltaba. Los clientes -como imagino que sucedió en otros lugares- conservaron una calma, salpicada de comentarios humorísticos. Al salir, un espectáculo insólito: la calle, abarrotada de gente que caminaba en ambas direcciones, sin detenerse. En Serrano, en Goya, en Colón, Génova y el trayecto que hube de seguir, transitado como nunca por un río de personas que devolvía el metro a la superficie. Largas colas en la parada de autobuses, de las que iban desertando quienes ocupaban los primeros puestos, hartos de la espera.

No sería justo disimular que los guardias de la circulación tardaron relativamente poco en aparecer para intentar remediar la inconmensurable confusión que creaban los semáforos inútiles. Como pude, llegué hasta mi domicilio y emprendí la ascensión de los siete pisos que me separan de la vía pública. Tardé unos 10 minutos, pero traspasé mi puerta y, tanteando, di con una vieja linterna que, por fortuna, se encontraba en el lugar designado. No sé si hay velas en casa, aparte de las que languidecen en los candelabros ornamentales. Además, como ya no fumo y la cocina es asimismo eléctrica, hubiera sido empresa inoportuna buscar las cerillas que en cualquier parte debe haber.

Recordé una chusca historia de aquellos remotos tiempos, que me tuvo de protagonista. Una tarde veraniega, bochornosa, cargado el aire de tensión, me encontraba con otros colegas en el Café Gijón, en una mesa que daba al paseo de Recoletos. Los grandes ventanales estaban levantados para que entrara algún soplo de brisa. Un poeta venido de provincias enseñaba, como pieza codiciable, la novela que le acababa de dedicar un excelente literato bilbaíno, hombre acaudalado y talentoso a quien supongo que la envidia le colgó fama de "gafe". Caían cortinas de lluvia, verdaderas cataratas tropicales que apenas refrescaban el ambiente.

Aquellas horas coincidían con las restricciones de energía y en el Café Gijón, como en muchos otros sitios, almacenaban buena cantidad de carburo en el sótano, que surtía a los aparatos para iluminar pobremente el local. Nuestra mesa estaba situada justo encima de uno de los respiraderos de aquel sótano, y yo, de forma borreguil y estúpida, arranqué la página que el escritor había firmado, le prendí fuego con un mechero y la dejé caer. La transitoria llama osciló en el aire y se coló por la rejilla del respiradero, cayendo sobre el carburo mojado. Segundos más tarde, una sorda explosión, una gran llamarada y una fuerza sobrehumana lanzó mi cuerpo hasta la calzada, donde me puse hecho una sopa y quizás el torrente apagó el fuego, que sólo quemó el vello de mis piernas, chamuscando los pantalones. Detecté mucha mayor tranquilidad durante el apagón del otro día. Estamos preparados para cualquier cosa.

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