El cigarrillo de Tarancón
Permítaseme empezar con una anécdota personal. Hace algo más de una veintena de años quien suscribe era un modesto prócer de la patria, quiero decir que desempeñaba la Dirección General de Bellas Artes. Las competencias de este organismo eran mayores que las de todo el Ministerio de Cultura actual, pero sus recursos magros. Se le hacía responsable de todas las tejas que cayeran de la techumbre de las iglesias y no se le dotaba de una escalera para subir a ella. Tenía a mano la ley y la utilizaba de forma incisiva e impertinente recordando a los propietarios sus deberes. Eso me motivó algún disgusto con personajes de autopresentación casi episcopal -Tierno Galván-, pero también de los propios obispos. El caso es que se me recomendó visitar a monseñor Tarancón: le veo aún apareciendo en el quicio de una puerta, mirándome y diciendo: "Pero, bueno, es usted muy joven...". Juro que lo fui. Me ofreció un pitillo y charlamos. Seguí mandando telegramas, pero menos airados y más efectivos.
El tiempo ha pasado y parece que hay en juego cosas más importantes. Alguien, en uno y otro lado, debiera hacer un esfuerzo para que fuera posible una conversación distendida, con o sin humo. La democracia española neutralizó desde un principio el multisecular conflicto religioso. Hoy, Iglesia y Estado parecen convencidos ambos de que el uno tiene una voluntad persecutoria con respecto al otro. Me parece que ambas opiniones son inexactas y estoy seguro de que la solución a este desencuentro es tan posible como deseable. Marañón dictaminó hace más de medio siglo que ser liberal consiste en tratar de entender las razones del otro y ésta es una buena divisa para el caso.
A mi modo de ver, se han cometido graves errores de los que sólo mencionaré una parte. La Iglesia lleva confundiendo desde hace años lo que predica para los propios con admoniciones muy desmesuradas para todos. Parece haber reducido sus enseñanzas a tan sólo unos cuantos temas. El exceso de autocrítica llega a ser de mal gusto, pero la ausencia denota carencia de prudencia, serenidad e inteligencia. Trata de reconstruir, porque la añora, una sociedad católica que nunca existió. No calcula su propia fuerza, mucho menor que la de otro tiempo. Ha obtenido unas ventajas materiales excesivas y, sobre todo, las ha redondeado, en contra de la justicia, la sensatez y el mínimo grado de consenso durante la etapa de gobierno anterior. Y cada día permite una campaña tan detestable como de imprevisibles efectos. La Cope dice, en su propaganda, ir contracorriente, pero contra quien va es contra una mínima cordura y todo espíritu de convivencia. Entre los propios católicos, incluso.
El Gobierno o, si se quiere, el partido gobernante no está exento de culpa. Una parte de la clase dirigente socialista procede, aun remotamente, del mundo católico y parece tener cuentas pendientes y personales con él. No hay mejor tierra para depositar la semilla anticlerical que el clericalismo previo. La afirmación de Borrell identificando en plena campaña europea al catolicismo con la Inquisición es tan deleznable desde el punto de vista histórico como ofensiva para una parte considerable de los españoles. A veces lo religioso da la sensación de ser juzgado como tan sólo un lamentable residuo del pasado, lo que se da de bruces con el resultado de la encuesta Inglehart-Díez Nicolás publicada por este diario. No tiene en cuenta que a veces se resiente más el ninguneo que la actitud de confrontación permanente. No hace presente en estos momentos la sabia advertencia a la izquierda de un Antonio Machado: a veces no se da cuenta del culatazo de retroceso que provoca con sus presuntas audacias. No ha asumido, en fin, que ser un buen reformista no quiere decir tan sólo intentar cambiar las cosas en muchos aspectos y hacerlo con preparación, sino también establecer la lista adecuada de prioridades. Le parece el mundo católico mucho más débil de lo que en realidad es. Entre un cuarto y un tercio de los españoles cumplen con el precepto dominical y una clara mayoría quiere alguna forma de enseñanza religiosa para sus hijos.
¿No merece la pena que las dos partes se fumen un cigarrillo pacificador?
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