Del corredor de la muerte a observador
El mes pasado, antes de partir hacia Estados Unidos para informar sobre las elecciones presidenciales, recibí un correo electrónico tan desconcertante que podría haber venido de ultratumba. Se trataba de una lista de 15 personas procedentes de 10 países que iban a estar presentes en las elecciones estadounidenses como observadores internacionales. Uno de esos observadores era surafricano, y su nombre -dos palabras que me atenazaron la garganta y me dejaron sin respiración- era Justice Bekebeke.
Había visto por última vez a Justice Bekebeke 15 años antes, la mañana en la que un juez blanco vestido de toga roja le condenó a muerte. Fue la injusticia más monstruosa que afronté en los seis años que pasé como periodista en Suráfrica.
En la sala hacía un calor brutal. Pero J. J. Basson no sudaba. En unos minutos iba a dictar condenas de muerte, pero antes, con voz ausente, invitó a los acusados a dirigirse al tribunal
"En un país como Suráfrica, me pregunto cómo es posible ejercer verdaderamente la justicia", comenzó Bekebeke. "Yo, desde luego, no la he encontrado. Pero, señor, me gustaría pedir..."
Bekebeke fue condenado a morir en la horca. También lo fueron otros trece, incluido un matrimonio de sesenta y tantos años que tenía diez hijos, ningún antecedente de activismo político y, que nadie supiera, ni un solo delito común
El caso trascendió hasta el máximo tribunal del país y todas las condenas a muerte fueron revocadas. El clima político había cambiado por completo desde la liberación de Mandela en 1990
"Soy Jefe Electoral Provincial del Norte del Cabo, pero, si fuera estadounidense y viviera en Florida, no podría votar, porque los criminales convictos lo tienen prohibido", dice Bekebeke
El sitio: Upington, una ciudad rígidamente conservadora, situada en el desierto, a 750 kilómetros al oeste de Johanesburgo. La acusación: asesinato. Los hechos: un grupo de gente del barrio negro de Paballello, un pequeño enclave polvoriento a las afueras de la parte rica y blanca de Upington, persiguió, atrapó y mató a un policía negro que hirió a un niño durante una protesta popular. Tres años después, el juez J. J. Basson, un viejo gerifalte local de la tribu dominante afrikáner -el grupo en el Gobierno-, declaró a 25 personas culpables de la muerte del policía basándose en "la ley del propósito común", por la cual, si uno compartía el deseo de matar era tan culpable como el propio asesino. Cuando llegué a Upington a principios de 1989, un año antes de que Nelson Mandela saliera de la cárcel, se estaba discutiendo en los tribunales si debía aplicarse automáticamente la pena capital a todos los acusados.
'Los 25 de Upington'
La mañana en la que se dictó la sentencia definitiva, antes de que se abrieran las puertas del tribunal, hablé con los dos abogados que encabezaban la defensa de los 25 de Upington, nombre por el que se conocía al grupo. Una era Andrea Durbach, menuda, judía y de Ciudad del Cabo; el otro era Anton Lubowski, un afrikáner alto y apuesto, con aire de conde polaco. Los acusados querían a Durbach y adoraban a Lubowski. Le consideraban su "héroe, su estrella del rock", como solía decir Durbach, que estaba medio enamorada de él. Mientras desayunábamos -nos habíamos hecho buenos amigos durante los tres meses del juicio-, me dijeron que eran conscientes de que no todos iban a acabar en la horca, pero que algunos sí. Para el que menos esperanzas tenían -o más bien ninguna- era para Justice Bekebeke, de 28 años, el miembro más elocuente y militante del grupo, y su líder natural.
En la sala hacía un calor brutal. Por las ventanas, abiertas de par en par, no entraba ninguna brisa. Pero J. J. Basson no sudaba ni una gota. En unos minutos iba a dictar condenas de muerte, pero antes, con voz ausente -la ausencia del burócrata aburrido que, al final de la jornada, está impaciente por irse a casa-, invitó a cada uno de los acusados a dirigirse brevemente al tribunal, tal como permitía la ley. Las palabras que pronunció aquel día Justice Bekebeke ante su verdugo se me quedarán grabadas para siempre.
"En un país como Suráfrica, me pregunto cómo es posible ejercer verdaderamente la justicia", comenzó Bekebeke. "Yo, desde luego, no la he encontrado. Pero, señor, me gustaría pedir... olvidemos nuestro odio de raza; busquemos justicia para toda la humanidad. Luchemos para que todos los grupos raciales vivan en armonía. ¿Pero es posible, en nombre del Señor? ¿Es posible en un país así? Ojalá el Señor le conceda muchos años para que, un día, pueda verme a mí, un hombre negro, caminando por las calles de una Suráfrica libre. Y, señor, que el Señor le bendiga, señor".
Bekebeke fue condenado a morir en la horca. También lo fueron otros 13, incluido un matrimonio de sesenta y tantos años que tenía 10 hijos, ningún antecedente de activismo político y, que nadie supiera, ni un solo delito común. Los 25 de Upington se convirtieron en los 14 de Upington.
La última vez que los vi fue aquella misma mañana, cuando el juez levantó la sesión y un gran camión amarillo de la policía los llevó a la prisión central de Pretoria, la cárcel de máxima seguridad que, en Suráfrica, todo el mundo conocía como el corredor de la muerte. Vi dedos morenos que se aferraban a la reja metálica del vehículo; oí a los condenados que entonaban cánticos de libertad, el único gesto de desafío -sus voces resonaban con una fuerza sorprendente- que les quedaba en esta tierra.
Quince años más tarde, Justice y yo nos vimos una tarde tropical de Miami en el vestíbulo del hotel Marriott. Era alto y extremadamente delgado. Tenía una voz profunda, una enorme sonrisa y ojos tristes. Habíamos hablado por teléfono hacía una semana -al principio, cuando le llamé me tomó por un loco-, y los dos sentíamos curiosidad, y un poco de nerviosismo, ante la perspectiva de un encuentro que, al final, duraría cuatro horas y se prolongaría hasta casi medianoche. No sé si para demostrarle que venía de buena fe, para dejar claro que era una persona seria y que podía hablar conmigo del episodio más tremendo de su vida, el caso es que le enseñé, nada más saludarle, una copia del artículo que escribí para The Independent el 26 de mayo de 1989, el día de su condena. El artículo, publicado el día siguiente, empezaba: "Aquí, en Upington, una ciudad reseca situada en un extenso terreno de matorrales, se encuentra el frío corazón del apartheid", y terminaba con el discurso de Justice desde el banquillo. Al acabar de leerlo, Bekebeke alzó la vista y atravesó la pared blanca con la mirada, fijándola en un lugar a 10.000 kilómetros de distancia; luego se volvió hacia mí, meneó la cabeza y suspiró: "De verdad, tío: ¡es como si hubiera ocurrido ayer!".
La liberación de Mandela
Todos salieron con vida. El caso trascendió hasta el máximo tribunal del país y todas las condenas a muerte fueron revocadas. El clima político había cambiado por completo desde la liberación de Mandela en 1990, y, al cabo de dos años y medio, todos estaban de vuelta en casa. Justice fue el último que salió en libertad.
¿Cuál era, le pregunté, el recuerdo más duradero de aquella experiencia? No tuvo apenas que pensar antes de responder. "Anton", replicó. "Anton está siempre presente". Hice un gesto comprensivo, dije algo así como "¡ah, qué gran hombre...!", y Justice empezó a hablar.
"Éramos lo mismo, él y nosotros. Le llamábamos el número 26, como si fuera también un acusado. Fue mucho más que nuestro abogado. En los juzgados de Upington había un lugar, una sala de conferencias, en la que los abogados se reunían con sus clientes. Pero a él no le gustaba hablar con nosotros allí. Quería vernos en nuestro ambiente, así que bajaba a nuestras celdas para hablar. Decía que se sentía más cómodo allí. Era nuestro camarada. No nos fijábamos en su color blanco, en que era afrikáner. Nunca".
"Anton nos acompañaba en nuestros cantos de libertad, se sabía las letras en xhosa y en zulú. Cantaba y bailaba con nosotros. Cuando se anunciaron las condenas a muerte, bajó a las celdas llorando. Fuimos nosotros los que tuvimos que consolarle a él".
El corredor de la muerte en Pretoria fue la pesadilla que todos se esperaban. Llegaron un sábado y, desde el instante en que les encerraron en sus celdas, durante 36 horas ininterrumpidas, tuvieron que soportar los lamentos, gritos y llantos de una pareja a la que iban a ejecutar el lunes al amanecer. "Fue la última mujer a la que ejecutaron en Suráfrica", recordó Justice, que sintió más satisfacción que nadie cuando prácticamente la primera medida que tomó Mandela al asumir el poder, en 1994, fue abolir la pena de muerte. "Hubo ejecuciones casi todas las semanas que pasamos allí. Había días en los que todos nos sentíamos hundidos, pero siempre nos animábamos unos a otros".
El peor día, el día en el que no hubo ánimo posible, ocurrió cuando llevaban tres meses y medio en el corredor de la muerte. Fue la mañana del 13 de septiembre de 1989, cuando los 14 de Upington se enteraron, por la radio, de que la noche anterior habían asesinado a Anton Lubowski a tiros, en la puerta de su casa de Windhoek, Namibia. "Aquella mañana estábamos seis de los de Upington juntos en mi celda", contó Justice. "Al principio no nos lo creímos. No podía ser cierto. Después, a medida que pasó el tiempo, fuimos convenciéndonos y nos sentimos destrozados, destruidos, inconsolables. Sabíamos quién era el culpable. Claro que lo sabíamos. Era el Estado". Por supuesto que lo era. Un escuadrón de la muerte de los Servicios de Inteligencia del aparato militar surafricano.
Hasta que se enteró de la muerte de Lubowski, Justice había tenido claro, toda su vida, a qué quería dedicarse. Quería ser médico. Cuando le detuvieron era enfermero, y su sueño era estudiar medicina. "Aquel día, mis planes cambiaron. A partir de entonces, supe que sólo quería ser una cosa: abogado. Iba a recoger su lanza. Iba a seguir su camino. Iba a llenar el vacío que había dejado. Iba a convertirme en otro Anton".
Justice salió de la cárcel el 6 de enero de 1992, a los 31 años, con dos misiones. Recuperar el contacto con Selina, el amor de su vida, y matricularse en la Universidad de Ciudad del Cabo para estudiar Derecho. Logró ambos objetivos. Selina, una maestra a la que conocía desde que era niño, no sólo le dio tres hijas, sino que pagó sus estudios. "Sabía que a veces iba a ser difícil, sobre todo al empezar tan tarde y en un entorno educativo de lo más blanco, pero estaba decidido a no permitir que se interpusiera en mi camino ningún obstáculo, por difícil que fuera. Fui un estudiante poseso. Tuve buenas notas. Gané premios, y, seis años después, había hecho mis prácticas y tenía el título de abogado. El espíritu de Anton me guió todo el tiempo, y sabía que, por mucho que me costase, nunca iba a desfallecer, nunca le fallaría. Les dije a mis compañeros del corredor de la muerte lo que me proponía, hice una promesa, y la cumplí".
La promesa a Anton
La promesa a sus compañeros del corredor de la muerte era tan seria como su promesa a Anton. Habían estado a su lado con un espíritu de solidaridad que resulta difícil de comprender para cualquiera que no haya vivido una opresión sistemática y una lucha de liberación; quizá, para cualquiera que no fuera negro en la Suráfrica del apartheid. Fue Justice el que había matado al policía. Fue él el que, después de que la muchedumbre lo atacara, le asestó los golpes mortales, le aplastó el cráneo con la culata de la pistola cuyas balas habían herido al niño. "El verdadero culpable fui yo", dijo Justice. "Cuando, hacia el final de la fase del juicio sobre las circunstancias atenuantes, Anton vino a explicarnos qué posibilidades teníamos, les dije a los demás que me sentía obligado a confesar para exculpar al grupo. Pero no me dejaron acabar. Se me echaron encima, enfurecidos. Dijeron: 'Antes te mataríamos nosotros que dejar que te maten ellos'. No querían que confesara ante aquel juez blanco. Era una cuestión de dignidad y solidaridad, y comprendí inmediatamente que era imposible seguir discutiendo. Anton estaba presente, y dijo: 'Bien, pero que conste que no he oído nada. Esta conversación no se ha producido".
Los demás acusados de Upington no sólo no se aprovecharon de la vulnerabilidad de Justice, sino que le respetaban más que nadie del grupo, por su autoridad moral. Cuando le pregunté acerca de aquellas palabras que pronunció desde el banquillo, me dijo que el plan original había sido hablar en nombre de todos los acusados. "No pude. Me fallaron las palabras. Por la mañana, sugerí que cada uno dijera algo al juez. Y así fue. Pero yo hasta el último momento no supe lo que iba a decir, ni siquiera cuando estaba ya de pie. De pronto, las palabras me salieron del corazón. Y ya entonces, a pesar de saber que Basson me iba a condenar a muerte, tenía la esperanza de que un día sería libre. Más tarde, mientras nos llevaban a Pretoria en el furgón de la cárcel, les dije a los demás: 'No os preocupéis, un día volveremos a recorrer esta carretera, en la otra dirección".
Ni en sus sueños más descabellados podía imaginar entonces que, 10 años después, sería el hombre encargado de organizar las elecciones -elecciones plenamente democráticas- en la gigantesca provincia del Norte del Cabo. Empezó a trabajar para la Comisión Electoral Independiente en 1998, y, desde 2001, dirige todas las actividades en la provincia, incluida la organización de un ejército de 14.000 empleados en las grandes citas electorales del país. Regresa con frecuencia a Upington, la segunda ciudad de la provincia, pero ahora vive en la capital, Kimberley, en un área residencial que antes era "sólo para blancos". Su esposa y él se convirtieron en un matrimonio respetado en la ciudad; ella, al frente de la familia y con un puesto importante en la estructura educativa, además de presidir la sección provincial del Partido Comunista (la conciencia intelectual del Congreso Nacional Africano, el partido en el Gobierno). "Una mujer extraordinaria", dijo Justice. "La cabeza de familia -no todos los hombres africanos lo reconocen, pero yo sí-".
Anton no fue la única persona venerada por Justice que pagó el precio supremo. En febrero de este año recibió una llamada en el aeropuerto de Kimberley, cuando estaba a punto de subir a un avión. "Era mi hija mayor. Me dijo que su madre había sufrido un accidente de coche. No conocía la gravedad. Cancelé mi vuelo, subí al coche y me fui por la carretera por la que venía ella. Había estado en Upington durante el fin de semana trabajando y volvía a casa. Es una carretera recta y plana. Mientras conducía, no dejaba de repetir: 'Por favor, pase lo que pase, que no muera, ¡Por favor...!'. Cuando vi que se me acercaba un coche de policía, y no una ambulancia, lo supe. Supe que había muerto. Y a partir de ese día, mi vida cambió. Todavía no puedo creer que se haya ido. Era mi esposa y mi hermana, al mismo tiempo. Era todo para mí. To-Do".
Cuando, hace dos meses, le llegó la oferta de ser observador en las elecciones estadounidenses, Justice creyó que era una broma. Pero incluso cuando descubrió que no lo era, no se sintió con ánimo para tales frivolidades. "Fueron mis hijas las que me convencieron de que aceptara", me dijo, con una sonrisa resignada. "Me dijeron: '¡Vete, papá, vete! ¡Despéjate la cabeza, aléjate de ella, vuelve a vivir, papá!'. Así que hice lo que me decían", concluyó, encogiéndose de hombros.
Situación insólita
A propósito de bromas, y de los caminos inescrutables del destino, comentó lo insólito que le resultaba reflexionar que la última vez que nos habíamos visto era un hombre negro surafricano, a quien la ley prohibía votar, condenado a morir en la horca, y ahora estaba aquí, invitado por la democracia más poderosa del mundo para constatar que sus elecciones se llevasen a cabo de manera libre y justa. "Y la otra broma es que soy Jefe Electoral Provincial del Norte del Cabo, pero, si fuera estadounidense y viviera en Florida, no podría votar, porque los criminales convictos lo tienen prohibido. Te castigan, cumples tu condena, pero luego no te devuelven toda tu libertad. Te siguen castigando después de haber cumplido tu tiempo. ¡Increíble!".
No era la única anomalía del sistema estadounidense que desconcertaba a Justice, pero, por mucho que se haya entretenido con la experiencia, su verdadero trabajo estaba en casa, en la consolidación de la democracia surafricana y la reconstrucción de un hogar hecho añicos. "En parte por mis hijas, y supongo que, sobre todo, por mí, en septiembre fuimos a Windhoek a visitar la tumba de Anton. Fue importante ir tras la muerte de mi mujer, llevarme a mis hijas y enseñarles aquella parte tan importante de mi vida. No pueden imaginarse lo que viví. No pueden creer que hubiera un tiempo en el que los niños negros y los niños blancos no podían ir al mismo colegio. No pueden imaginar la Suráfrica en la que crecí, la Suráfrica de hace sólo 15 años. No comprenden cómo era posible que los blancos tuvieran tan oprimida a la mayoría. Sobre todo, porque nuestros vecinos, en ambos lados, son blancos. Desde la muerte de mi mujer, han sido de lo más amable, cuidan de mis hijas después del colegio si no me da tiempo a volver pronto a casa. Son cariñosos, atentos y decentes".
Las palabras de Justice sonaban cada vez más a monólogo. Está hablando conmigo, pero se dirigía cada vez menos a mí. Yo era el extraño que había despertado esos recuerdos, pero él se iba encerrando cada vez más en sí mismo y, sin darse cuenta, me estaba utilizando para llevar a cabo un acto de memoria y reflexión que -quería creer- tenía efectos reparadores. "Al ver su nombre en la tumba", continuó, como en un trance, "al ver su nombre, comprendí lo que siempre había presentido: que Anton era parte de mí. Sigue siendo. Yo estoy vivo, y soy lo que soy, gracias a este hombre que sacrificó su vida por mí; este hombre blanco en un país en el que todo estaba previsto para su beneficio y su privilegio. Cuando vi su nombre en la tumba tuve la misma sensación de pérdida que cuando perdí a mi mujer. Era parte de mí...". La voz de Justice se desvanecía. Estaba lejos, pero su rostro era el de un hombre orgulloso, feliz, casi eufórico. "Entonábamos cantos de libertad. Bailábamos en las celdas. Era mi abogado, mi camarada, mi hermano, mi amigo...".
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