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Columna
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La Celestina

Es una excelente noticia que La Celestina, de Fernando de Rojas, que se representa en el Teatro Español, esté colgando en taquilla el cartel anhelado por todas las compañías: no hay localidades. El mismísimo Bécquer, en una carta que escribió a sus suegros, refiriéndose a la zarzuela Clara de Rosenberg, escrita en colaboración con Ramón Rodríguez Correo, y que la crítica había recibido con división de opiniones, decía, literalmente, que a él le importaban un rábano lo mismo los elogios que las censuras. Lo importante, decía Bécquer, es que asista el público, y hasta ahora ha asistido a la zarzuela.

Es una magnífica noticia que La Celestina, allá cerca de las tenerías, a la orilla del río -se presenta con este título-, tenga por fin su público en el teatro porque, precisamente, ésta ha sido la asignatura pendiente de esta obra durante cuatro siglos: desde 1499, fecha de su primera edición, hasta el siglo XX, la obra no fue representada. He aquí un dato más -e incuestionable- de la precariedad de nuestra cultura. Un país que se pasa cuatro siglos debatiendo si esta obra es una novela o una obra dramática y que, para aclararse de lo que realmente es, no se decide a montarla... ¡en 400 años!, tiene que andar, necesariamente, flojillo en física y química.

Asistí a la representación de La Celestina con la misma preparación alegre y suave con la que sigo los partidos de fútbol. Del mismo modo que cuando llega un Barcelona-Real Madrid, no dedico un mes a empollarme los cinco volúmenes de la Enciclopedia Universal del Fútbol, publicada por el Grupo Editorial Babilonia, sino que me limito a leer la información deportiva de un par de periódicos y, naturalmente, leo las alineaciones, lo mismo hice con La Celestina. Hacía miles de minutos que no leía la obra y me limité a leer unos pasajes, elegidos casi al azar, para refrescar el argumento. Unos breves pasajes ayudan, en seguida, a no confundir La Celestina con, por ejemplo, Don Álvaro o la fuerza del sino. Leí, por supuesto, también las espléndidas páginas que dedican a La Celestina la Breve historia de la literatura española, de Carlos Alvar, José-Carlos Mainer y Rosa Navarro, y el volumen primero de la Historia y crítica de la literatura española, dirigida por Francisco Rico. Puse también en la mesa de trabajo La España de Fernando de Rojas -un libro de más de 500 páginas-, de Stephen Gilman, pero, no, claro, para leerlo, sino como amuleto. Dado que Celestina era una auténtica bruja, se imponía tener a mano un talismán y el libro de Gilman -que el gran Juan Goytisolo lee, como mínimo, dos días por semana, y de rodillas- cumple muy bien esa función. El mismo Stephen Gilman sabe que su soberbia obra es un tocho que sólo se puede leer, como preparación para la buena muerte, dos horas antes de la agonía, y por eso se ha cuidado de resumir sus tesis en tres líneas de Américo Castro que abren el libro. Según don Américo, el nacimiento de la novela y del drama moderno, en las geniales páginas de La Celestina, no fue precisamente un fenómeno divertido. La auténtica novela que es La Celestina, decía Castro Urdiales, surgió de un sentimiento trágico de la vida. En La Celestina, Calisto y Melibea, los amantes que transgreden las normas sagradas del amor cristiano, acaban como deben acabar los paganos: Calisto se abre el cráneo al caerse de la escala con la que accede al jardín de su novia y Melibea se suicida y, en consecuencia, se va, con los pechos por delante, al infierno. Este final tan ejemplar explica por qué la Inquisición no incluyó nunca La Celestina en el Índice de Libros Prohibidos.

Y, ya en el teatro, leí en el programa la alineación. Creación y dirección: Robert Lepage. Texto original francés -léase adaptación al francés del original de Rojas-, Michel Garneau. La traducción del texto francés al español es de Álvaro García Meseguer. Y los 11 excelentes intérpretes quedan representados por el nombre de Núria Espert, que remienda, teje y borda una Celestina prodigiosa. Salí muy feliz del teatro. Sin duda, también porque el director ha sido generoso en las dosis de tórrido sexo que, como decía san Pablo de la predicación de la doctrina cristiana, hay que ponerlo en escena opportune et inoportune. Es decir, el sexo y la doctrina cristiana hay que propagarlos incluso vengan o no vengan a cuento.

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