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Columna
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Cazadores

El valle de Aspe es una de las zonas más escarpadas y frondosas de la parte francesa de los Pirineos. También es una de las preferidas por los cazadores. A principios de este mes una cuadrilla de aficionados decidió organizar allí una batida de jabalíes con perros a pesar de saber de la presencia en el paraje de una especie protegida de oso pardo. Esta vez en los senderos había muchas huellas de una madre y su cría, pero el follaje estaba tan húmedo que apenas hacía ruido bajo las pisadas de los cazadores. Cuando los perros dieron con los osos, la madre intentó huir, pero no pudo hacerlo porque llevaba a la cría con ella. Se quedó durante unos segundos paralizada con el cuerpo tenso, como cualquier ser vivo acorralado que se detiene de pronto inmóvil ante su destino. Después el instinto maternal la hizo revolverse contra la jauría. Mordió a un perro y se encaró contra los cazadores con toda su estatura magnífica de hembra recién parida. Uno de los monteros abrió fuego, alcanzándola en el pecho. Por un momento el olor fosco del valle quedó impregnado por el tufo acre de la pólvora. Era la última osa parda autóctona de los Pirineos y se llamaba Canelle. En medio de la huida, entre los fragmentos de corteza desprendida de los árboles, un osezno de pocos meses miró hacia atrás con los ojos excitados.

No es verdad que el cazador mate para obtener su presa. Nunca se ha matado solamente por eso, ni siquiera en el Paleolítico cuando el hombre cazaba para alimentarse. Hubo un tiempo en que el buen cazador era el primer hombre de la tribu, una especie de mago que se acercaba a la presa imitando sus movimientos y de ahí nació la danza. Después la caza llegó a ser un arte noble con sus propias leyes caballerescas. Todo esto se perdió. Ahora esta práctica no tiene magia ni épica alguna. Lo cazadores de hoy, son unos tipos endomingados y armados con rifles telescópicos de último modelo. Suelen ir ataviados con una pluma en el sombrero y uno de esos abrigos Loden con fuelle en la axila, que se pusieron de moda hace años entre la extrema derecha. Nunca han considerado a ningún animal más que en su condición de presa y lo ignoran todo sobre los misterios del bosque. La caza no representa para ellos una cuestión de supervivencia, ni siquiera un reto, si no un simple pasatiempo en el que ejercitan su vanidad llenando de plomo a unos animales que previamente han sido cebados con piensos compuestos en los cotos. Es a lo que ha llegado la civilización.

Aunque he crecido con las películas de Walt Disney, nunca tuve una visión idílica del mundo animal. Antes de llegar al uso de razón ya conocía la clase de estropicios que puede provocar un zorro dentro de un gallinero. Sin embargo no he podido olvidar el episodio de la muerte de la madre de Bambi. Para un niño el acto de matar no tiene un rango moral o jurídico, porque todavía no ha alcanzado a desarrollar la noción de culpa. Pero es un suceso tan perturbador que bajo su impacto se forjan los primeros rudimentos de la conciencia. Por eso el disparo que mató a Canelle no es sólo un delito ecológico. No se trata de una simple anécdota, sino de una siniestra categoría. Su crudeza nos sitúa ante aquel crimen primigenio que una vez juramos vengar a la salida de un cine cuando todos éramos Bambi.

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