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Columna
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Ulises en el metro

Llevaba más de 20 años sin pisar el metro de Madrid, salvo de forma muy ocasional, y ahora que vuelve a formar parte de mi rutina diaria, cada nuevo viaje es una inmersión en el túnel del tiempo. No soy especialmente propenso a la claustrofobia, pero fueron muchos años, otros 20 por lo menos, los que brujuleé por este laberinto subterráneo, siempre con apreturas, malos olores y peores modales por parte de ciudadanos nerviosos y malhumorados. El metro de los años sesenta era un triste reflejo del tristísimo país que existía a la intemperie, en superficie. Bajo las luces mortecinas circulaban multitudes cabizbajas que se embutían, usando la cabeza como ariete, en vagones abarrotados, tratando de desmentir el principio físico de que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo lugar.

En la línea que yo seguía habitualmente, los nombres de las estaciones dejaban sentir la opresión del mundo exterior. A partir de la heliocéntrica matriz de Sol, las estaciones de mi vía crucis por el inframundo pasaban revista a los problemas más acuciantes de la actualidad política nacional a modo de referencia u homenaje. Los subterráneos de Sol colindaban con los tristemente célebres calabozos de la Dirección General de Seguridad de tal forma que, si un detenido hubiese conseguido cavar un túnel para fugarse, probablemente no hubiera visto la luz del astro rey, sino la débil iluminación de otro mundo de sombras. A Sol le seguía José Antonio, ángel guardián de la imposible ortodoxia falangista, y después de José Antonio, hoy Gran Vía, se llegaba inapelablemente a Tribunal y luego a Bilbao. Policías, falangistas, procesos sumarísimos y vascos rebeldes.

¿Es el metro de hoy un reflejo de la ciudad de superficie? Si fuera así, hoy, lunes, a una hora que podíamos llamar de media punta, y en mi línea habitual, Madrid sería una ciudad casi modélica, porque hoy los convoyes circulan con arreglo a los horarios que figuran en los paneles informativos, y en los andenes bien iluminados hay bancos de variados diseños y los carteles publicitarios lanzan mensajes optimistas a todo color, y la atmósfera es inodora y aséptica.

Dentro de los vagones, la cosa incluso mejora; todos los pasajeros tienen su asiento y hablan con tono mesurado, y la megafonía avisa de que tengamos cuidado al salir porque la próxima estación viene en curva. Ya han pasado por el vagón un acordeonista rumano, sin amplificador, y un cantautor nativo que nos ha ofrecido su personalísima versión bilingüe de una balada de Elvis, In the ghetto, puro underground. El vagón parece por instantes una biblioteca pública, más del 50% del pasaje lee algo y lectoras y lectores están al 50%; si bien es cierto que más de la mitad de los varones lectores leen periódicos, mayormente deportivos, y entre las mujeres sólo dos hojean revistas de famoseo y colorín.

Me apunto a la corriente y saco de la cartera un periódico del domingo; nada más viejo que un diario de ayer, dice un axioma del oficio, pero es que las ediciones dominicales tienen muchas páginas, y enciclopedias y fascículos y libros y deuvedés, así que a veces me guardo algún diario para el metro del lunes, generalmente el Abc o La Razón, más que nada por sus formatos más pequeños que permiten desplegarlos con facilidad.

Inicio la lectura con la fina canela del académico Luis María Anson, que promete en el título una Lección de Historia para Gallardón. El maestro nunca deja de sorprenderme y siempre saco de él alguna enseñanza. Pero lo de hoy, mejor dicho lo de ayer, más que una lección es una filípica en la que el columnista acusa al alcalde de Madrid de haberse lanzado a hacer política socialista a la carrera y de tener "puteados los intereses de la derecha madrileña". "Ulises, en fin, supo escuchar los cantos de sirena sin perder el rumbo", termina el artículo; sí, pero para eso tuvieron que atarle al mástil de su nave sus compañeros, que taponaron sus propios oídos con cera para hacerse los sordos frente a los cánticos sirénidos y a los juramentos y denuestos del inmovilizado Odiseo Ruiz-Gallardón. Otro día hablaremos de la pérfida hechicera Circe Aguirre y de su capacidad para convertir en cerdos a sus oponentes. El tren ha llegado a la plaza.

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