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Columna
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Cuento de curas

Escribo esta columna con el sano propósito de contribuir a la distensión entre la Iglesia Católica y el Gobierno, ese enemigo que andan fabricándose los obispos españoles. (Señal inequívoca de lo muy holgados que están para llegar a fin de mes). Claro que no voy a entrar al trapo de la doctrina y de las presuntas persecuciones, sino que voy a contar historias de curas reales, de carne y hueso, nariz y pescuezo, como se dice en mi pueblo. No sea que alguien crea que todo en la viña del Señor son esos prelados con cara de vinagre y que parece se han tragado un paraguas.

Hablando de viñas, en una hoja informativa de esas que hoy te encuentras en los lugares más insospechados, leo que los curas católicos de Croacia están movilizándose contra el límite 0 en el consumo de alcohol para los conductores. ¿Razón? Pues que como andan escasos de efectivos, hay domingos que cada uno tiene que decir hasta cuatro y cinco misas, moviéndose en coche por esas carreteras de Dios, nunca mejor dicho. Y claro, si a la primera dan positivo, no digamos a la cuarta. La noticia no dice más, pero por simple asociación de ideas ya me barrunto la que se va a armar aquí, con estos obispos tan levantiscos, cuando se vean en el mismo brete, que está a la vuelta de la esquina, dado el poco éxito que tienen en el reclutamiento de recursos humanos. Hombre, yo, sinceramente, ahí creo que tendrían un poco más de razón para el bochinche, y no la que están liando por menos de nada. Pero también me veo el resultado de la negociación: modérense en el consumo, hermanos, y sobre todo los andaluces, no me abusen del Pedro Ximénez, por muy espirituoso que sea.

Y siguiendo con las viñas -esto de las uvas es como las cerezas, que se vienen enredadas sin tú querer- me acude a la memoria un cura, claramente destacado contra la galería de verdugos con sotana que había en mi colegio, ¡ ay de mi infancia dolorida! Se llamaba ... pongamos que Don Risueño, y estaba adornado, como digo, de cualidades poco comunes. Como que era afable, bondadoso y borrachín furtivo. Todo un hombre. No como los otros, que tenían el himno nacional atravesado en el gaznate y un mal racimo que ni te cuento. Don Risueño frecuentaba los bares del pueblo, congeniaba con toda clase de gentes, y más de una vez se le vio subir la costanilla que llevaba a su celda con serios problemas de equilibrio. Pero de sus buenas relaciones con el común de los mortales sacaba provecho para los alumnos más pobres de aquellos años terribles, a quienes premiaba con retales de piezas de telas, chalecos de espesa urdimbre y recios camisones, amén de naranjas y onzas de chocolate con una proporción tolerable de tierra simple. Gloria y festín. Pues bien, un buen día, a don Risueño nos lo quitaron de en medio y nunca más se supo de él.

En la otra punta del espectro, había un párroco millonario -sí, tal como suena-, que parecía diseñado para todo al revés. Jamás se le conoció el más mínimo gesto que indicara estar hecho de humana materia, y toda su misión en la vida parecía ser refregarnos un deslumbrante aiga americano que tenía, color negro, ¿como su alma?, en el que solía vérsele acompañado de las autoridades franquistas. Duró muchísimos años. Ya ven lo que es la vida.

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