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Columna
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Obsesión

Una vez había un tipo que era muy precavido y estaba obsesionado con los peligros que por doquier nos acechan. Su esposa le decía: "Estás exagerando, Tomás. No todo es tan malo como lo pintan. No hay que tomarse al pie de la letra los informes de los expertos ni las directrices de la Conferencia Episcopal ni los edictos del alcalde. Mucho menos, las campañas oficiales contra diversos productos. Te estás volviendo muy aburrido, mi amor". Pero Tomás era muy cazurro y prohibió fumar en su casa a todo el mundo. Su esposa y sus tres hijas tardaron poco en abandonarle, a pesar de que el buen hombre también había prohibido el divorcio.

Entonces, ya en solitario, Tomás comenzó por su cuenta una belicosa cruzada contra todo tipo de peligros. Empezó por las drogas, defendiendo la inmediata desaparición de los estancos y los bares, que son la madre del cordero. Envió un escrito al presidente del Gobierno instándole a la erradicación de todas las viñas y todas las plantaciones de tabaco. Y como las navajas pueden matar, solicitaba que fueran abolidas, de igual modo que los cuchillos. Otro tanto se le ocurría hacer con los automóviles, que provocan miles de muertos cada año.

Llegó un día en que Tomás la tomó con los ordenadores, que son "propagadores de virus y, por tanto, sicarios de la gripe". De igual modo, considerando que las palabras también están contaminadas, inició una campaña a favor del silencio. Pero la cosa fue más allá, porque Tomás se dio cuenta de que él mismo era un peligro contra sí mismo. Todos los días abroncaba al espejo, y viceversa. Como las relaciones consigo mismo se fueron deteriorando, decidió marcharse de casa e irse a vivir a otro piso él solo. Siguió cavilando y llegó a la conclusión de que se tiene que prohibir la vida, que es un peligro constante.

Cuando llegó al cielo, san Pedro le recibió con una pancarta luminosa en la que se leía: "Se prohíbe morir". Tomás volvió a la Tierra y se puso tibio de drogas y sexo.

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