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FUERA DE CASA
Columna
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Cómicos

Hace ya muchos años, Víctor Manuel cantaba la vida itinerante de los cómicos, sus paranoias, sus inseguridades, sus complicaciones con el futuro, el presente y el pasado. Son una rara tropa, nos hacen la vida más amable, más intensa, más ligera o más pesada. El guionista Ben Hech aseguraba que eran un asco. Tenía razón, son un asco. Como los dentistas, los políticos, las amas de casa, los periodistas, las internautas, los escritores o las directoras generales. Un asco tan nuestro, tan nosotros. Todos un asquito, pero pocas veces llegaremos al nivel de asquerosidad zafia de algún jurista, o lo que fuere, de Toledo que usa el nombre de Jardiel en vano. Me he pasado la semana en el patio de butacas. Sólo me ha faltado una obra de Jardiel Poncela. No había ninguna en la cartelera madrileña. Ciertamente, si tuviéramos que medir la vigencia de Jardiel desde lo políticamente correcto, desde lo sensatamente feminista, estaría condenado hasta por los más misóginos tribunales. Pero a Jardiel, digo, es un decir, hay que gozarlo desde otros almendros, entre alguna de las once mil vírgenes o, mejor, en esa descreída, surrealista e insólita tournée de Dios. Un viaje divino que ni los más papistas son capaces de superar. También es gratificante el Jardiel de algunas máximas mínimas: "La verdad se parece mucho a la falta de imaginación". Pues eso, volvamos a nuestras verdades.

Desde mis butacas semanales también tuve que creer en Jardiel cuando aseguraba que "para escribir teatro no es absolutamente indispensable saber escribir". Ciertamente, hay actores por encima de la obra. También es cierto todo lo contrario. Incluso hay raros fenómenos en que actores y autores están a la misma altura. Un ejemplo son los actores del reparto madrileño de El método Gromholm, sobre todo los enormes cómicos que son Carlos Hipólito y Jorge Roelas.

También me senté y disfruté en otra butaca, escuchando Macbeth, esa shakespeariana máquina del mal, esa fascinación del mal de la que Verdi supo extraer una de sus más hermosas óperas. Ha sido el verdadero estreno de la temporada, con permiso de las jotas, con la presencia del seductor barítono, Carlos Álvarez. Un divo a la malagueña, capaz de disfrutar de las noches de su ciudad en garitos del hip-hop, de contar su vida con música en ese ciclo que lleva años organizando el periodista Héctor Márquez, de desmelenarse con agua tónica y de bordar el papel de uno de los asesinos más famosos de la ficción teatral y operística. Uno sigue teniendo la plebeya manía de ir a disfrutar a los espectáculos. Que me perdonen los críticos y otros severos jueces de la cosa. Los optimistas somos así. También algunos jueces, aunque sean tan estrellas como Garzón, disfrutaron con esa noche de ópera. Eso sí, la nobleza musical de Verdi no nos impidió recordar que otra noche, en años menos operísticos, nos encontramos con el juez, ya muy Garzón, pero menos estrella, en el camerino de Julio Iglesias, servidor felicitando al astro universal del barrio de Salamanca. Garzón, pidiendo un autógrafo. ¡Qué falsos éramos! Ahora, con perdón y modestia aparte, creo que los jueces y los enjuiciados también tenemos derecho a nuestra perestroika musical. Y tengo que confesar, y confieso, que sí, disfruté en la ópera, aunque no estuviera María Callas, a la que parece que muchos que nunca la escucharon echaban de menos, en una noche que triunfó la soprano italiana Paoletta Marrocu, jueces aparte. La misma noche en la que López Cobos sudó con pasión, en la que Gerardo Vera volvió a demostrar que se puede ser arriesgado y genial con su propuesta escénica. Desoladora, hermosa, arriesgada e inteligente idea trasladar el drama mortal al mundo y la estética de la Primera Guerra Mundial. De Gerardo Vera tendremos que volver a hablar por sus intenciones renovadoras que anuncia en el Centro Dramático Nacional. Estoy seguro de que es capaz de levantar las faldas, de airear a la mismísima María Guerrero.

Semana de butacas, de cantantes y cómicos, también nos regaló una de esas demostraciones de actores por encima de su obra. Tres de los mejores, de los incombustibles, de los que ven pasar las décadas, los regímenes y hasta las guerras, se han subido al escenario, buscando un destino, buscando un autor, y así siguen cada noche, Manuel Alexandre, José Luis López Vázquez y Agustín González. Tres historias, tres Españas, tres maneras de ser cómicos sin perder el sitio. Tres que siguen trabajando, ahorrando para irse de café, de billares, de chicas o de juergas flamencas. Cuando sean mayores irán al teatro. Incluso les darán un Goya de honor. Alexandre ya lo tiene. López Vázquez será el próximo. Al joven Agustín González le toca esperar turno, tiene que toser un poco más.

Una buena semana que celebró los cincuenta años de una editorial, Taurus, que nos sigue ayudando a eso tan raro de pensar. En compañía de los padres fundadores y de algunos de sus más destacados hijos, muchos nos alegramos de ser felices, escépticos razonables y supervivientes a libros y pensadores que tanto nos marcaron. Recordando a Cioran, desde este pueblo central de tantos pecadores, de tantas impuras santidades, donde la historia sigue siendo la "ironía en marcha, la risotada del espíritu a través de los hombres y los acontecimientos". Cuando el filósofo hace su defensa de la corrupción, lo hace desde la convicción de que "los oportunistas han salvado a los pueblos; los héroes los han arruinado". No dice nada de que se metan nada en ninguna parte. El esteta aprecia a los bromistas. Se ríe o se enfada, sí, pero con estilo.

Manuel Aleixandre.
Manuel Aleixandre.MIGUEL GENER

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