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El fortín

Entre mis amigos y conocidos hay algunos profesores de instituto y todos ellos me cuentan las mismas penas derivadas de su profesión: impotencia, frustración, ira, ansiedad, miedo. De donde muchos caen en una depresión que no infrecuentemente les aparta durante un tiempo de las aulas.

No es una singularidad de este país. En Holanda, el Gobierno atrae o intenta atraer a ejecutivos de la empresa pública a la escuela secundaria, respetándoles el mismo salario que ya tienen. Parece una ganga pero al parecer no se hacen colas para aprovecharla. La enseñanza pública no goza de mejor fortuna en otras partes. En Nueva York tuve estudiantes que se dedicaban luego a la enseñanza pública y pasado un tiempo venían a descargar en mí su pesadumbre y en busca de un consuelo que yo no les podía dar. Recíclate, no sé qué más pueda decirte. Alguna lo hizo, pero otras amaban demasiado la enseñanza y querían aguantar a cualquier precio y con no sé qué esperanzas. (Nunca he comprendido ciertos amores, nunca he entendido siquiera una pasión sostenida. Pero el sentido crítico es un bien muy escaso. Como si el ser humano pintara algo en el universo. Amar está bien, siempre que no se pierda de vista, ni un solo minuto nuestra insignificancia).

El fortín que, de puertas adentro, son las escuelas públicas, no tiene villanos; a lo sumo, cómplices. No me lo imagino en los países comunistas, donde la última frontera de la disciplina era el pelotón. Tampoco en Japón, cuyo apego tradicional a la jerarquía no sólo se mantuvo sino que estuvo en la base de su éxito capitalista. Leo que las cosas están cambiando y no me sorprende, pues no hay mezcla que persista en una identidad que, en realidad, no posee. Con todo, en Japón no son infrecuentes los suicidios de chicos que no soportan la presión de la escuela. Lo general, sin embargo, en los países de vanguardia, es que los institutos sean un reflejo de todo el entorno social. Lo que el sistema te da por una parte, te lo quita por la otra. Sin conspiraciones ni subterfugios. Es la evolución lógica y espontánea de unas premisas que tienen padre y madre. El sistema medieval ofrecía comunidad a cambio de restar sociedad, hoy añade a esta última, hurtando de la primera. Aunque no está tan claro. Hubo aldeas en Europa en que los chiquillos llevaban armas blancas y las festividades se teñían de sangre. A Beowulf le abandonaron sus caballeros en situación crítica, desbandada debida al poder del miedo sobre la lealtad.

El problema, pues, no está en los padres ni en los chicos, y menos en los maestros. Todos somos cómplices de una situación total; víctimas y verdugos a la vez. Cabría incluso la tesis de que el industrialismo, la lucha por la igualdad civil y la libertad tienen efectos secundarios tales como la barbarie que cada día más se enseñorea de nuestras escuelas públicas, en particular las de educación secundaria. Hemos llegado a un extremo tal, que la dualidad de la conducta es moneda corriente. Lo que rechazamos como ciudadanos lo aceptamos como consumidores. Comida basura y chuches convierten a muchos niños y adolescentes en obesos prematuros, pero no hay energía para oponerse a la voluntad del vástago, aun a sabiendas de que esa ingesta les está robando salud. Programas de televisión repletos de brutalidad y en horario infantil; los padres miran a otro lado. Votarían en contra, pero no los vetan en casa. Así, niños y adolescentes copian el entorno social adulto, pero recreándolo. La distinción entre lo real y lo virtual, a esa edad, es todavía vaga y difusa. En la pantalla, el ratón, con sus trucos, aplasta al gato, le hace volar por los aires, le estampa contra las paredes, le hace caer por un precipicio, etc. Pero no lo mata ni lo hiere y ambos, víctima y verdugo, no podrían vivir el uno sin el otro. Funesta ambivalencia que se va disipando con los años, pero no sin dejar un residuo en forma de mengua de la sensibilidad, de canalización del daño ajeno. Así es como las muertes reales de una guerra pasan a un segundo plano entre los factores que deciden el voto. Así es como la violencia callejera la vivimos de forma vicaria. Cierto que su frecuencia la convierte en rutinaria, pero es una rutina que actúa sobre sensibilidades ya endurecidas a lo largo de la infancia y adolescencia. En suma, son años, los juveniles, en los que la razón y la inteligencia van todavía cada una por su lado. Realidad y fantasía tienden a converger, pero en un milieu como el nuestro el proceso es lento y desigual. Se dice que los chicos de hoy están muy espabilados, pero escarbemos sólo un poco y nos toparemos enseguida con el síndrome Tom y Jerry. Se accede a la edad adulta cargados de infancia.

¿Existe algún remedio contra este gravísimo problema? Ningún sistema está herméticamente sellado, pero todos suelen sucumbir por sus grietas, lo que equivale al pronóstico seguro de una muerte lenta aunque no necesariamente a sangre y fuego. (En realidad, hoy en día lo más probable es que el sistema coadyuve, cansado de sí mismo). Psicólogos en las escuelas, asistentes sociales (no recaiga todo sobre los profesores), desmasificación de las clases, reducción del número de asignaturas y despojo de hojarasca de las mismas, más medios tecnológicos, reducción de los años de aprendizaje obligatorio, presencia policial, siempre preferible a un claustro aterrado, fomento ¿obligatorio? de la formación profesional. (Kohl atribuía el ya entonces preocupante descenso de la competitividad alemana, al gran número de titulados superiores junto con la carencia de trabajadores cualificados, algo que se está produciendo también en nuestro país). La televisión es una piedra de toque. Cumplimiento estricto de la normativa europea sobre horarios infantiles. Carmen Chacón (gran mujer) lo promete, dele Dios buen galardón.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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