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Pongamos que hablamos de productividad

Uno de los focos de investigación de la ciencia económica durante el S.XX ha sido el de los efectos del cambio tecnológico sobre el crecimiento. Harrod, Domar, Solow... entendieron, durante la primera mitad del siglo, que el cambio tecnológico caía a la tierra como maná desde el cielo, es decir, constituía una variable exógena a los modelos económicos. El crecimiento podía ser descrito pero sus causas no podían ser explicadas y, por ende, difícilmente se podía actuar sobre ellas. Este vacío intelectual fue reparado en la segunda mitad del siglo por economistas como Schultz, Becker, Romer... mediante una aproximación endógena del crecimiento, en la que, entre otros factores, el capital humano y la inversión en I+D jugaban un papel clave para fomentarlo y, como corolario, los gobiernos tenían responsabilidad al respecto. Centrándonos en la I+D, ciertamente en todos los países las aportaciones públicas suponen un importante capítulo presupuestario. A título de ejemplo, en EE UU, la aportación federal supone alrededor del 30% del total.

Sentada la lógica de la contribución del sector público a las políticas de I+D, sería conveniente que cada país dispusiera de un modelo dinámico que, entre otros aspectos, fijase la naturaleza de los campos de actuación públicos y privados, las metas y objetivos perseguidos, las responsabilidades financieras de cada administración, los criterios de evaluación de las inversiones, los perfiles y competencias del tejido empresarial, las capacidades de los organismos públicos de investigación, etc., todo ello desde el reconocimiento de la creciente internacionalización de los proyectos de investigación en todo el mundo. En ausencia de este modelo, no parece razonable que se incurra en una suerte de fetichismo político, fijando las inversiones en I+D como un porcentaje dogmático del PNB. Cuando la UE fijó en la Cumbre de Lisboa el 3% del PNB de la Unión como objetivo de I+D para 2010, se incurrió en el tipo de política inconsistente que nos enseñaron los recientemente laureados con el Nobel de economía, Kydland y Presscot. Dada la heterogeneidad de los 15 países, incluso en 2000, era bastante razonable pensar que el objetivo del 3% era más quimérico, aunque no menos necesario, que el propio Pacto de Estabilidad.

No sólo es un problema de heterogeneidad, es un problema de posición competitiva de cada estado miembro. La heterogeneidad también está presente en los EE UU, donde seis estados (California, Michigan, New York, New Jersey, Massachussets e Illinois) suponen el 50% de la inversión del país en I+D, representando California el 20% del total. Además, Michigan invierte el 5,8% de su PNB, Massachussets el 4,5% y California el 4,1%, todo ello en el marco de un promedio nacional del 2,6%, del que el 63% es inversión privada. En la UE, salvo en Alemania que alcanza el 3% del PNB, los esfuerzos inversores en el resto de países son ciertamente discretos (2% en Francia, 1,6% en el Reino Unido, 1% en España). Como consecuencia de todo ello, y de la rigidez del mercado laboral en Europa, la productividad del trabajador estadounidense es un 20% superior al europeo, entre otras razones porque trabaja 350 horas más al año. Como corolario, 400.000 científicos de Europa trabajan en EE.UU.

El reconocimiento de la posición competitiva de cada país facilita la adopción de una estrategia evolutiva. Quedar atrapados, sin estrategia, conduce a estar en medio de ninguna parte. En esta línea argumental, y siguiendo los tres componentes básicos de competitividad utilizados por el World Economic Forum (entorno macroeconómico, calidad de las instituciones públicas y tecnología), es claro que, a partir de los entornos macroeconómicos e institucionales bastante estables, como los que existen en la UE, la tecnología asume un papel dinamizador del crecimiento. El dilema de muchos países consiste en combinar medidas de fomento de la productividad a corto, medio y largo plazo. La respuesta debería derivarse de su calificación objetiva, bien como país plenamente innovador (lo que vendría determinado por su necesidad de invertir en I+D para crecer, casos de EE UU o Alemania) o bien como país que sufre un importante gap tecnológico (lo que le permitiría adoptar enormes bolsas de tecnología, de innovación y de procesos para fomentar la riqueza, como es el caso de España).

El problema no es tanto de transferencia de royalties, sino de conocer el funcionamiento de los mercados, evaluar el enorme stock de tecnología disponible, valorar la que mejor se adapta a cada empresa, tener voluntad y liderazgo para su implantación, ajustar el ROI en el menor tiempo, cambiar los modelos obsoletos de gestión-organización, afrontar los costes de ajuste... Si el modelo propuesto con anterioridad funciona con rigor, se posibilitaría un tejido de innovación que, en el tiempo, permitiría mejorar la balanza tecnológica, generar riqueza introduciendo nuevos productos y servicios e, incluso, crear mercados inéditos.

Es cierto que no todo vale para incrementar la productividad, pero sin incrementos en la productividad difícilmente habrán beneficios empresariales que remuneren dignamente al capital, ni incrementos salariales estables para los trabajadores, ni se asegurará la cobertura de los ingresos de los pensionistas. Desde un clima de mayor libertad financiera, laboral, fiscal, mercantil, etc. las empresas podrán superar los shocks provenientes del exterior (geopolíticos, energéticos, financieros). Reconocer que el talento empresarial es el principal factor de productividad, supone otorgarle su merecida recompensa social. Constatar que nuestra economía es cada día más conceptual y menos física, implica que el mix elegido será más realista. Propagar un cierto discurso acerca de la excelencia de la competencia, supone una contribución a su transparencia y eficacia.

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Todo lo anterior aconseja aplicar nuevas métricas de medición de la productividad. Abarcando gran diversidad de sectores económicos, especialmente en el campo de los servicios. Incluyendo múltiples factores de impacto complementarios al trabajo, tales como la inversión, la calidad, el cambio tecnológico, las economías de escala, las capacidades en la gestión, el capital organizacional... Parafraseando a Robert Solow: "La era del ordenador es omnipresente...salvo en las estadísticas sobre productividad". Estudiar la productividad de las empresas, y analizar los casos de éxito en todo el mundo, supone una excelente base de información a la hora de diseñar políticas públicas en los dominios de la fiscalidad de la inversión (desgravaciones, planes de amortización), la educación (proveedores vs. guías del conocimiento), la universidad (respuesta a las demandas de la sociedad), la formación permanente (escuelas de postgrado), la sanidad (salud y seguridad en el trabajo)...

Por todo ello, el debate entre sectores maduros (mueble, textil, calzado, retailing) o emergentes (biotecnología, farmacia, software, nanotecnología) debería trasladarse al campo de la productividad. Siempre existirán empresas eficientes, bien organizadas e innovadoras en sectores tradicionales, coexistiendo con empresas que operan con costes excesivos y mala gestión en sectores de alta tecnología. Simplificar el diagnóstico, y proponer un observatorio, no vale.

José Emilio Cervera es economista. jecervera@mixmail.com

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