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Columna
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Elogio de la bata

Rosa Cullell

La mía era de cuadritos azul celeste con cuello redondo y dos enormes bolsillos, muy útiles, donde guardaba caramelos chupados, chicles a medio masticar, notitas de las amigas y bolígrafos sin capuchón que, irremediablemente, dejaban manchas que no se iban ni con lejía. Las había rojas, verdes y, en algún colegio de monjas, hasta rosas. Los chicos las llevaban lisas y de fina raya diplomática, siempre en tonos azules y con cuello solapa. Se solían abotonar delante, menos las de los párvulos, y casi siempre faltaba algún botón. La bata, entonces, era un básico.

Te hacías tanto a ella que, unas décadas después, aún recuerdo su olor a tinta y jabón, su tacto de algodón cien veces lavado. Porque una bata no era para toda la vida, pero casi. Como las compraban crecederas y las niñas de entonces a los 14 dejábamos de crecer, pues había batas que tenían una vida larguísima y bastante feliz. En el colegio ibas con ella a todas partes y algunos, los más seguros de sí mismos o con madres muy limpias que no estaban para tonterías, la traían puesta desde casa. Así no se manchaban en el trayecto y podían pararse a chutar unos balones en el camino.

Aquella bata, la del florido pensil y las fotos con el mapa de España, está en peligro de extinción y ha sido abandonada en aras de la libertad de expresión de nuestros queridos y tan mimados adolescentes. La modernidad, al parecer, es incompatible con la bata. Cada vez que un cineasta saca un niño con guardapolvos, que era como mi padre llamaba a la bata, el escolar tiene cara de perro triste, lleva el pelo cortado al uno y padece raquitismo. La escena suele desarrollarse en un patio polvoriento donde un cura con sotana vigila que los infantes no salgan de la cola y mantengan los brazos en la espalda. Lleva un pito colgando y frunce el ceño. Si son niñas, en el patio hay dos monjas, la buena y la mala, y las chicas saltan a la comba. Con esas escenas, la verdad, no hay manera de mejorar la imagen de la bata.

Pero, mal que nos pese, la prenda tenía sus ventajas. Nos igualaba. Ya podía ser alta y tener pecho mientras que las demás esperábamos impacientes su aparición: con la bata hasta "la guapa" era como las demás, se perdía en la inmensidad de cuadritos azules. Las gordas eran menos gordas, las pobres se confundían con las ricas y ni siquiera las rubias parecían mejores que las morenas.

No había competición en el aula. Eso sí, a la salida y antes de ir a la granjita a ligar con los chicos de los Escolapios, nos subíamos el uniforme hasta media pierna, pero en las clases de matemáticas nadie soñaba con poseer el jersey de marca de la pesada de delante. Ahora, todos saben a qué grupo pertenecen. Dime cómo vistes y te diré quién eres. Están los pijos, imposibles de seguir porque las marcas apropiadas cambian constantemente; los antiglobalización, que llevan rastas y un montón de camisetas, una encima de otra; las niñas de rítmica, delgadísimas y siempre en minifalda; los raros, que no siguen ninguna moda y a los que, si no quieres ser un marginado social, ni siquiera te acercas.

La bata, además, era económica. Nadie quería tener tres batas. Entre otras cosas porque, fieles a un pensamiento clásico y sensato, los colegios sólo tenían un modelo. Lo que llevabas debajo tenía poquísima importancia. Cualquier familia podía permitirse varias batas, tan ricamente, aunque tuviera un montón de hijos adolescentes. Las madres y los padres de ahora sufrimos el abandono de esta prenda tan injustamente desprestigiada. En algunos colegios, los maestros intentan que aquello no parezca un parque temático y piden, por favor, que les ayudemos a guardar, aunque sólo sea un poquito, las formas. Es una lucha imposible por tapar ombligos, por ocultar calzoncillos y bragas que surgen alegremente con sus marcas bien visibles; es una guerra de pantalones caídos y faldas que no llegan ni a bufanda. Los chicos van al "cole" con zapatillas de playa, al patio con tops de discoteca y zapatos de tacón, al aula de informática con shorts y gorra de béisbol... Un trajín de modelos que exige no sólo una gran imaginación, sino un presupuesto importante. Porque encima, como muchos aún son niños, salen al patio, juegan y se manchan. Y a cambiarse otra vez. Cada día, "que esto ya me lo han visto".

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Los más pequeños siguen con la bata, sin mayores traumas psicológicos que reseñar, pero enseguida la pedagogía moderna se la quita. Al parecer, ahora ya eres mayor a los 11 o 12 años, cuando empiezas la ESO. En un colegio grande, de esos con sucursales que llevan siglos de educación, han decidido poner freno a la moda colegial. Si el atuendo es apropiado para el concurso de Miss o Mister Universo, en su pase de biquini o tanga, te colocan la bata de laboratorio. Se acabó la diversión.

¿Por qué, en lugar de convertirla en un castigo, la bata no vuelve a ser la prenda de trabajo que era? Es una solución buena, sencilla y barata, y de éstas hay pocas.

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