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Columna
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Telebasura y moralina

Casi tres horas diarias per cápita ante un televisor; esa es la estadística en España, según Sofres. La telebasura es la estrella de la programación: congrega las mayores multitudes. Su éxito es tal que lo que comenzó como una extrapolación híbrida de prensa del corazón y reality show ha invadido -sin más competencia que el fútbol- todos los horarios. Lo interesante es que nadie se reclama adicto o, simplemente, espectador de esos programas que convierten al país en un patio de vecinos de gusto relamido y hortera. Pues bien, lo confieso, veo y, según las temporadas, sigo algunos de sus hitos y sé los nombres de muchos protagonistas (de todos es imposible).

Debo de ser la única que reconoce en público y en privado que el famoseo, la sensación, los dimes y diretes, los equívocos, el vodevil humano, la estulticia, los juicios de valor, las fantasías y la banalidad más banal conforman un género televisivo pleno de interés. De interés acerca de la realidad colectiva que vivimos y de quiénes somos. Salsa Rosa, ¿Dónde estás corazón?, A la carta, Crónicas marcianas, y programas similares muestran, sin careta, una España bien concreta, aquella que es, desde hace tiempo, primera potencia mundial en la prensa del corazón. Hay una continuidad cierta entre aquel ¡Hola! pionero -hoy multinacional- y lo de hoy; los éxitos no aparecen porque sí, y hay una clara relación entre esa prensa, esa tele de zafarrancho sentimental y el folletín decimonónico. La telebasura es la adaptación contemporánea de un género definido y descubierto hace mucho.

Las historias sobre la gente -incluida la más corriente- siempre son un éxito, los sentimientos y los problemas de los demás ayudan a olvidar las propias miserias. Desgracias y líos ajenos parecen reducir el implacable estrés de la vida personal. El público tiene su papel, pide y se le da. Tras la angustiosa pornografía del telediario, con su realidad dura y sus insoportables calamidades, llega el bálsamo de los cuentos fantásticos, sentimentales y morbosos. Los famosos lloran, entretienen, y, si hacen el ridículo, resultan divertidos, por eso cobran. Las teles hacen negocio, la publicidad invierte. El público bendice, y el éxito llama al éxito: a peores noticias, más basura.

Que interesen los intríngulis de un adulterio en una sociedad aparentemente descreída o amoral parece extraño, pero no lo es: es la manera de expresar un conservadurismo vergonzante aunque real. ¿Qué harían estos programas sin gente empeñada en casarse? Pero, sobre todo, ¿a qué se agarrarían los moralizadores que deben pensar que la realidad es todo lo que aparece por televisión? Pecado de escándalo y redención angélica se complementan, pura pedagogía moral. Telebasura y moralina, pareja de hecho.

Las voces airadas que claman contra la telebasura olvidan lo elemental: la gente puede, por sí misma, apagar la televisión. No hace falta que intervenga el Estado, la responsabilidad individual existe, el público tiene su propio poder. Como, hace mucho, escribió Javier Echeverría (en Telépolis), los telespectadores somos el valor añadido del producto televisivo; deberían pagarnos por mirar la tele. Parece una boutade, pero es un diagnóstico provocador si es que vivimos enganchados a la pantalla mágica, si somos dependientes de esa droga. ¿Tiene que ser el Estado quien nos desintoxique?

La solución no es fácil. Yo no la tengo, al menos; ¿habría que prohibir a los niños ver el telediario que les enseñará la terrible violencia del mundo? La telebasura, igual que los westerns, los documentales o los programas de cocina, tiene derecho a existir, es un género bien concreto. Lo preocupante es que, dado su éxito, lo contamine todo; el escándalo vende, lo sensacional seduce, verdugos y víctimas triunfan también en lo más serio, los informativos y sus noticias culebrón. Pura constatación.

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