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Halloween en Euskadi

Antonio Elorza

En el órgano oficioso del PNV, la biografía política de Mikel Antza nos lo presenta como el principal ideólogo de ETA y miembro de su dirección, a la cual llega después de unos comienzos que hacían presagiar una brillante carrera literaria. En su haber se encontraría el giro estratégico que supuso abandonar la presión sobre el Estado para forzarle a una negociación, procediendo en cambio a atentados selectivos sobre políticos no nacionalistas y "personalidades de la prensa". De su condición de número uno de la organización nada se dice y también es pasada por alto aquella feliz ocurrencia de "la socialización del sufrimiento". A modo de balance, considerando sin duda que la riada de asesinatos de personalidades como Gregorio Ordóñez y Fernando Buesa, intelectuales de la talla de Ernest Lluch, concejales y periodistas, tiene poco que ver con una estrategia del crimen político, y dado que, al parecer, Antza no participó en la ejecución de atentados mortales, el diario peneuvista pronuncia su sentencia de intención absolutoria: Mikel Antza es "una pluma sin sangre".

Efectivamente, fue una pluma sin sangre, en el mismo sentido que fueron políticos sin sangre Franco, Hitler o Pinochet. Ninguno de estos tres benefactores de la humanidad participó a título personal en el asesinato de sus víctimas. Tampoco asistió Antza al espectáculo de la voladura de la cabeza de un demócrata por las balas que desde su escondite en Francia le había destinado. Pero la autoría de un delito de sangre no sólo corresponde al matarife que lo comete, sino también a quien lo diseña y lo ordena. En estas dos dimensiones del terror la responsabilidad de nuestro hombre resulta innegable, y fue mucho más allá de la redacción de los comunicados en que iban siendo explicados los sucesivos pasos de la táctica terrorista. Con Antza, el discurso de ETA alcanzó una cierta complejidad, tratando de convertirse en una piel flexible que fuera adaptándose a los efectos que había de conseguir la línea de atentados y a las propias posibilidades de actuación de la banda en cada momento. Ahora bien, la precisión en las palabras no borra en nada su contenido criminal. Desde el principio al fin, la pluma estuvo empapada de sangre.

El tratamiento favorable de la personalidad de Antza por parte del PNV tiene sin duda que ver con su protagonismo en la gestación del acuerdo de Lizarra, que selló la convergencia de las dos ramas del nacionalismo sabiniano. Y también quizá con su supuesta actitud contraria a romper luego la tregua. De nuevo, según rumores, en fecha reciente encabezó la negativa a apoyar el plan Ibarretxe. En cualquier caso, su figura quedará para siempre ligada al gran pacto por la independencia sellado entre ETA y el PNV (más EA).

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Es a partir de ese encuentro entre los dos nacionalismos como debe ser interpretada la significación de este último episodio consistente en el nuevo descabezamiento de ETA. Desde el mundo abertzale la cantinela no varía: la solución policial nunca podrá borrar las ansias del pueblo vasco por alcanzar su objetivo político. La parte francesa destaca el éxito logrado por su policía. En España se habla de un posible fin de ETA.

Todas las opiniones han coincidido en destacar que la situación es mucho más grave para la banda que cuando hace doce años cayó la cúpula de Bidart. Entonces la decapitación de ETA pudo ser superada porque debajo subsistía una estructura organizativa, además de proporcionar los sustitutos en los puestos de mando. Hoy la captura de los principales dirigentes tampoco representará el fin inmediato de ETA. Antza y Anboto serán reemplazados. Sin embargo, ni una sucesión estable será fácil, dada la presión policial, ni debajo se encuentra una organización operativa. Frente a quienes propugnaban "el diálogo" como única salida, una cooperación policial eficaz está destruyendo a ETA, lo cual no borra la conveniencia de seguir mirando hacia atrás para no exagerar el optimismo. Si ETA se recuperó en los años noventa, después de Bidart, ello no fue sólo por virtudes propias, sino por la incidencia para ella favorable de un apoyo exterior indirecto. Con otras características, la secuencia puede repetirse.

Después de Bidart, la nueva dirección de ETA reconoció que el pulso permanente para forzar al Estado a negociar era ya un callejón sin salida. Era preciso trasladar el escenario principal de la lucha al espacio vasco, diversificando las formas de violencia y sustituyendo los golpes espectaculares por atentados selectivos mediante los cuales fueran eliminados o inutilizados quienes de una u otra forma actuaran como representantes políticos o líderes de opinión contrarios al nacionalismo radical. Al modo nazi, se trataba de instaurar el imperio de la violencia, desde el cambio de trazado en la autovía de Leizarán a las contramanifestaciones violentas y a la caza y captura de quienes lucían el lazo azul. De la ocupación del espacio festivo los jóvenes abertzales pasaron a la generalización de la kale borroka. Y al asesinato del adversario, o a los secuestros, unos de tortura permanente (Ortega Lara), otros de pago, otros, en fin, de crimen mezclado con estrategia de la tensión (Miguel Ángel Blanco). La era Antza fue el marco en que tuvo lugar este mayor refinamiento, o por mejor decir, de la combinación de prácticas nacionalsocialistas y terror.

Lo que suele olvidarse es que la eficacia política de ese terrorismo polimorfo hubiera sido nula de haber persistido el aislamiento político de ETA. Un observador imparcial de cuanto ocurría en esos años podía pensar que el nacionalismo radical era invencible. Lo cierto es que, en gran medida, se le dejaba hacer desde arriba, especialmente por lo que concernía al terrorismo de baja intensidad, y en cuanto a atentados y secuestros, al legitimar indirectamente desde el nacionalismo gobernante la pretensión hegemónica de los radicales. Con unas u otras palabras, y ahí está la prensa para probarlo, la argumentación era siempre la misma ante las agresiones contra manifestantes pacifistas: una vez tranquilizada la propia conciencia con la declaración de rechazo de la violencia, la condena del Gobierno vasco y/o del PNV acababa recayendo, no sobre los culpables, sino sobre las fuerzas democráticas "españolistas" a que pertenecían las víctimas. ETA obraba mal, claro; tras decir esto, la acusación giraba de inmediato contra el Gobierno de Madrid, reacio al "diálogo", ciego ante "el contencioso vasco", o contra quienes desde la prensa criticaban la terrible situación. Nació así el mito de "la Brunete mediática". A mitad de camino entre la tragedia y el esperpento, la actitud del Gobierno vasco y del PNV ante el asalto a la librería Lagun primero, y contra quienes protestamos por su pasividad luego, constituyó la prueba irrefutable de esa beligerancia frente a los agredidos. Si unos gobernantes españoles de la era González buscaron su sitio en la historia de la infamia con el terrorismo de Estado en los años ochenta, y ahora lo confirman al exigir el "indulto total" de Vera, los dirigentes del PNV, con Arzalluz a su cabeza, lo ocuparon con pleno derecho en la década siguiente.

Hoy sabemos que acabar con la kale borroka o con quienes practicaban la violencia en los pueblos vascos no es una misión imposible. Si existió entonces, fue porque se toleraba desde arriba. Tal vez el adversario era ETA, pero el enemigo era España, y por ello fue el crimen cometido en la persona de Miguel Ángel Blanco, con las grandes movilizaciones que siguieron, lo que sirvió de detonador para unas negociaciones en las cuales, sin mayores dificultades, el nacionalismo democrático se puso de acuerdo con los artífices del terror: falsa tregua de Lizarra. El PNV de Arzalluz podrá intentar lavarse las manos a lo Pilatos. Tampoco tiene sangre en ellas, pero gracias a su inhibición activa lograron quienes sí las tenían, Antza a la cabeza, imponer sus objetivos.

Al retomar las armas en el invierno de 1999-2000, ETA disfrutaba de una perfecta conjunción entre los sectores organizativos emplazados a uno y otro lado del Pirineo. En territorio español, la acción de los comandos se apoyaba en un entramado legal, centrado en Batasuna, que garantizaba protección, permitía allegar recursos y desarrollar una violencia en cuyo seno se forjaban los futuros agentes del terror. A los efectos benéficos de la leve presión ejercida desde el Gobierno vasco se sumaba la actitud de éste, obstinado en mantener los objetivos de Lizarra por encima de la reanudación de los atentados. Y en Francia seguían instaladas la infraestructura y la dirección de la trama actuante en España. Sólo que la sanguinaria ofensiva, envuelta en las palabras de Antza, fracasó, y se multiplicaron las caídas a uno y a otro lado de la muga. 2002: ETA podía ser vencida. Únicamente faltaban los instrumentos legales destinados a impedir que ETA gozara indefinidamente de la legalidad democrática, y la acción judicial que implementara aquéllos. Frente a un mar de críticas, y amparadas por el Pacto Antiterrorista, la Ley de Partidos y las decisiones del juez Garzón acabaron con el imperio de la violencia etarra en el seno de la sociedad vasca.

Fue entonces cuando, poniendo al descubierto su verdadero juego político, tanto el Gobierno vasco como el PNV y EA se opusieron con todas sus fuerzas a una normativa que iba a pacificar la sociedad vasca, por supuesto sin responder nunca a la pregunta acerca de las conexiones entre ETA y Batasuna. Rechazaban a ETA y aspiraban a captar su clientela electoral, pero al mismo tiempo necesitaban su supervivencia de cara a la ruptura del orden estatutario y constitucional que representaba el plan Ibarretxe. Por una parte, sólo con ETA viva podía decirse que el plan era la única vía para la paz; por otra, la supervivencia de la banda armada constituía una garantía en un pulso definitivo con el Estado español.

De ahí que el desmantelamiento en curso en nada beneficie a los propósitos de Ibarretxe, por mucho que su partido haga comprensibles declaraciones en contra del pago del impuesto revolucionario. Lo que cuenta es la decidida voluntad expresada por Ibarretxe de llevar adelante su marcha hacia la versión vasca del Estado Libre de Irlanda, ignorando todo obstáculo constitucional. Por algo en la fecha emblemática del 25 de octubre el lehendakari nos recuerda su postura: "Los derechos y libertades del pueblo vasco son previos y preexistentes a la Constitución española". Coincidiendo una vez más con la concepción de fondo de ETA, el Estatuto de Gernika resulta deslegitimado, y por la vía pacífica se apunta a la misma ruptura que auspiciara Sabino Arana y que buscan ETA y Batasuna. El enfrentamiento abierto con la legalidad, de ir adelante el plan Ibarretxe, puede ser una ocasión óptima para que resurja la violencia. De nada vale el gesto "amable" de acudir a la Conferencia de Presidentes de comunidades. Como en El baile de los vampiros, la vieja película de Polanski, tendríamos la falsa impresión de que con el fin de la era Antza queda atrás la pesadilla de la sangre, cuando al salir de ella son otros, fingidos adversarios de la violencia, quienes pueden crear las condiciones para su eventual resurgimiento.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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