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Columna
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Javier

Las margaritas multicolores con que la tradición cristiana adorna ahora por Todos los Santos nuestros cementerios, desprenden el perfume de los crisantemos. En realidad son flores híbridas, obtenidas mediante manipulaciones e injertos de la oriental planta del crisantemo. Ni el perfume de los crisantemos ni el de los, estos días, carísimos claveles, rodea el recuerdo de Javier. Las cenizas de Javier sazonan un suelo montañoso donde crecen la coscoja y el enebro; en la cima de la ladera de un valle verde, claro y mediterráneo, cuyos bancales de piedra seca fueron un día pequeñas huertas familiares, que la emigración dejó abandonadas y que regaban las aguas trasparentes del curso alto del río Mijares o Millars. Javier -como Fray Luis de León "del monte en la ladera"- había recuperado una de esas huertecillas, la mantenía límpia de abrojos y de la que obtenía el consumo familiar de la verdura más ecológica posible. El muchachote era laborioso y se identificaba con el enebro, el monte, el agua y la huerta. Por eso se compró una casa y se empadronó en ese valle turolense, limítrofe con las comarcas castellanoparlantes de Castellón, y por eso su vida -y la de sus hijas valencianoparlantes, Roser y Aina, y la de su mujer-, fue el valle durante tanto tiempo como le permitió su tiempo libre. El valle aúna las tierras valencianas y aragonesas, y en el se dan la mano la Sierra de Javalambre, la de Gúdar y la de Espadán. Javier, se me olvidaba, era un ciudadano valenciano, funcionario de prisiones de origen castellano-manchego, con amistades entre la gente del cobre que le facilitaban la novedades del cante flamenco y con la ideología de un librepensador, con la ideología de quien sigue los dictados de su razón individual con independencia de todo dogma político o religioso.

Unas iniciales fueron hace unas semanas el nombre de Javier en las páginas de sucesos o crónica negra que facilitan los medios. La parca, que no cambia de costumbre, le preparó la celada, el engaño, acechada en el ámbito de su trabajo sin cesar durante su tiempo libre. La celada fue el accidente fatal que acabó con sus cortos cuarenta años, que acabó con una pubertad y adolescencia no demasiado fructífera en la escuela, y una juventud y vida adulta empeñada en la superación, el trabajo y el estudio.

La vida del poco convencional, alternativo y heterodoxo Javier fue corta y provechosa, como el río Mijares o Millars; el río tiene un curso de apenas 100 kilómetros y su aprovechamiento para el riego y la producción eléctrica es intenso. Javier se fue hace unas semanas de forma brusca sin cantos litúrgicos como el Dies Irae que recuerden el pavor de los juicios finales. Pero su hálito y su aliento de vida se quedaron aquí, y no sólo en las cenizas que guarda el valle al abrigo de las sierras valencianas y aragonesas. Se quedó aquí, porque él como todos los alternativos y poco convencionales, forman parte de esta tierra, como formaban parte de la tierra los muertos del indio Duwamish Seattle, unos muertos que aquí brillan en las aguas transparentes del Millars o en la piedra seca de bancales abandonados en una comarca abrupta. Estos heterodoxos, como Javier, ni vagan por las estrellas ni se recuerdan por Todos los Santos en un nicho o columbario: se quedan en la montaña sazonando la coscoja y el enebro.

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