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Columna
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Ricardo Ortega

Esta semana Antena 3 ha dedicado un reportaje a las últimas horas de vida del periodista Ricardo Ortega en Puerto Príncipe (Haití). A Ricardo lo mató una bala el 7 de marzo mientras trataba de hacernos llegar la situación de confusión y pánico que se vivía en aquel país tras la revuelta popular contra Aristide. Desde este lado del mundo y de la pantalla vimos cómo lo transportaban herido, absurdamente herido de muerte por un disparo de origen incierto, que según esta última investigación bien pudiera haber partido de soldados norteamericanos.

Tengo ante mí su foto en el periódico. Veo en ella al chico de 20 años, que conocí cuando al poco de casarme me marché a vivir a Denia. Ricardo residía allí con su familia y fue alumno de mi marido hasta que le tentó la idea de estudiar Físicas en Moscú. A menudo comentábamos lo inteligente y brillante que era, alguien fuera de lo común. En todas las asignaturas tenía sobresaliente y matrícula de honor sin grandes esfuerzos y como quien no quiere la cosa. Ya entonces sabíamos que cualquier tarea que emprendiese en la vida la haría bien. Ya entonces admirábamos su capacidad. Y he de confesar cómo me sorprendió la primera vez que en un telediario le dieron paso como el corresponsal en Moscú porque siempre me lo había imaginado de científico o dirigiendo una gran empresa. Pero ahí estaba, hablando de Yeltsin, regalándonos comentarios corrosivos, frescos, llenos de lucidez y buen ritmo, que se salían de la tónica general y que, con el paso del tiempo fue sometiendo a una mayor sobriedad.

Aunque, pensándolo bien, no me extraña que se inclinara hacia el periodismo, porque enseguida se lanzó a recorrer mundo. Mientras estudiaba en Rusia, visitó, que yo sepa, China y Corea. Y no había más que oírle contar los pormenores, las anécdotas con su fino sentido del humor y su apariencia de chico serio. Le atraía lo que tenía alrededor, le gustaba verlo, analizarlo, narrarlo. La primera vez que lo vi me impresionaron sus ojos. Eran muy bonitos, de mirada intensa, parecía que tenía la intención de comerse el mundo con ellos. Sobre todo, recuerdo una noche en el jardín de mi casa junto al mar. Nos contaba cómo había tenido que tomar un cursillo acelerado de ruso para poder matricularse en la universidad y la disciplina de aquellos profesores de película que tenían la costumbre de examinar a diario y de uno en uno los cuadernos de los estudiantes. Y lo mal que lo pasó cuando se puso enfermo y desde la cama del hospital moscovita observaba con cierta inquietud la orina de los pacientes en botellas tipo Fanta alineadas junto a la pared, la suya entre ellas. Y muchas más cosas que en comparación con todo lo que le habrá ocurrido después suena ingenuo, pero que por alguna razón no he olvidado.

La verdad es que en los años que siguieron la relación fue intermitente. A veces cuando venía por Madrid nos llamaba. Aparecía y desaparecía. Su agitada vida entraba y salía de la nuestra mucho más sedentaria, dejando siempre la impresión de que lo importante pasaba en otra parte. Desde hacía tiempo teníamos el hábito en mi casa de decir en cuanto aparecía en la tele micrófono en mano "Mira, Ricardo", como alguien entrañable que acaba de irrumpir en el salón para contarnos algo. En la pantalla fui viendo cómo se le pronunciaban las entradas, cómo maduraba, cómo iba de un país a otro, de un conflicto a otro. Chechenia, Afganistán, Sarajevo. Las imágenes que le servían de fondo casi siempre eran críticas. Me preguntaba en qué complicaciones estaría envuelta su vida. Sus crónicas desde Irak fueron soberbias y por lo que he leído puede que le hayan dado algún disgusto.

La última vez que tuvimos noticias suyas fue para recomendarnos a unos amigos rusos que querían estudiar en nuestro país. Éste era otro rasgo suyo, echar una mano, ser buena gente, igual que el fatídico día de su muerte en que, según la reconstrucción de Antena 3, su mayor interés estaba puesto en ayudar a un fotógrafo norteamericano. Él fue quien escuchó sus últimas palabras "Soy español".

Cuánta brevedad para una vida tan intensa y tan útil. Aquella estúpida bala no sabía quién era. No conocía su talento, su bagaje intelectual y humano, sus esfuerzos por ir un poco más allá y saber de primera mano. Me da rabia que mi conocimiento de él esté lleno de lagunas y no poder escribir las líneas que merecería. Sé que sus colegas le respetaban y que le han llorado y que sufrió sinsabores inmerecidos y también que su profesión y su vida le apasionaban.

Ricardo, fue un privilegio conocerte.

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