Accidentes
Morir en la carretera es fácil. España es uno de los países de la Unión Europea que registra mayores porcentajes de víctimas mortales por accidentes de tráfico. La muerte a bordo de un vehículo es un hecho tan frecuente que culturalmente lo tenemos asumido como algo normal y si me apuran hasta vulgar. Cada fin de semana hay unas cuarenta personas, más o menos, que abandonan su vida entre los hierros de un coche y nadie va a la huelga ni sale en manifestación, ni siquiera los políticos hablan del asunto. Imagínense lo que sería si en cada uno de los 54 fines de semana del año tuviera lugar en España una catástrofe con un balance de víctimas mortales similar al que registran las carreteras. La alarma social sería tremenda. Con los accidentes de tráfico no pasa y me pregunto si seremos colectivamente imbéciles o tendremos adormecida la parte del cerebro a la que le corresponde escandalizarse por unas cifras inexcusablemente escandalosas.
Como los muertos no hablan a veces he llegado a disparatar imaginando que su silencio nos mantiene amodorrados o tal vez en la estúpida creencia de que son cadáveres virtuales que sólo conforman un gélido dato estadístico. Pero no es así, cada uno de esos siniestros genera un dolor desgarrador, un sufrimiento brutal que deja a las familias de las víctimas destrozadas. Los accidentes de circulación producen además un volumen de heridos al que raramente se otorga mayor relevancia. Craso error. Díganme si no resulta estremecedor que en un año la relación de heridos en nuestro país supere los 150.000. Aunque en ese cálculo entren los que tan sólo sufrieron contusiones o leves rasguños conviene no olvidar que también están los que tendrán secuelas de por vida.
Impresiona sobre todo el gigantesco protagonismo que los jóvenes tienen en esas cifras malditas. La mitad de los muertos y heridos son gente joven y la inmensa mayoría cae en las noches del fin de semana. La realidad es tan evidente cruel y machacona que resulta indecente el asumirla sin hacer un propósito serio de enmienda. En los últimos meses se ha producido un descenso en la siniestralidad atribuible a la trascendencia que tuvo la discusión sobre el carné por puntos y a la acertada campaña de la Dirección General de Tráfico. Ahora estrenamos una reforma del Código Penal que contempla penas de cárcel para los conductores ebrios. El miedo guarda la viña y es de suponer que el endurecimiento de los castigos persuadirá a los temerarios. Hay que tocar no obstante otros palos que permitan atacar el problema en distintos frentes. Uno muy evidente es la elaboración de un plan para la eliminación de puntos negros o tramos de alta siniestralidad. Un programa en el que trabajen la DGT y el Ministerio de Fomento codo con codo en el intento de corregir o al menos señalizar aparatosamente ese millar de puntos catalogados donde ya se han matado cientos de personas.
En cualquier caso conviene no olvidar que la carretera casi nunca tiene la culpa y que la inmensa mayoría de los accidentes ocurren por imprudencia o impericia. La entrada en vigor del nuevo carné y la posibilidad de perderlo por la comisión de faltas graves puede que consiga aminorar las imprudencias, nunca en cambio las impericias. Creo no exagerar si afirmo que en términos generales el aprendizaje es nefasto y que lo que nos enseñan es a superar el temido examen, no a conducir. El conducir no sólo consiste en dominar la caja de cambios, el freno y el embrague y calcular la geometría en los aparcamientos. Tampoco basta con saber lo que significan las señales y los artículos del Código de Circulación, que por cierto aprendemos con un absurdo sistema de test en el que se pone a prueba nuestra capacidad de descifrar jeroglíficos, no el necesario conocimiento de las normas de circulación. La obtención del carné siempre estuvo planteada desde la administración como un mero trámite cuando el circular es una actividad en la que asumimos una gran responsabilidad civil. El de la conducción es un ejercicio en el que pueden producirse decenas de circunstancias imprevistas para las que nadie nos ha enseñado a reaccionar. Voces expertas afirman que la seguridad vial mejoraría notablemente si los conductores recibieran clases prácticas de respuesta en situaciones límite. Nos falta conciencia y formación. Y el precio que pagamos es muy alto.
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