El catalán, divino tesoro
Parece ser, según cuentan los voceros de la información, que el Institut d'Estudis Catalans (IEC) existe. Es una noticia interesante porque, durante anos de pujolismo rampante, esta venerable institución consiguió ser tan invisible que casi llegó a la categoría superior de la intangibilidad. Sin duda no fue la única, abducida la sociedad civil catalana por la fuerza magnética de una convergencia, que era tan catalana ella misma, que no permitía que creciera la hierba bajo sus pies. Algún día tendremos que hablar de los silencios cómplices, de los años de servilismo, de la tan cacareada sociedad civil catalanista, tan civilizada ella, que decidió dormir el sueño de los justos, mientras reinaba en la patria el único defensor posible de la susodicha. Si Pujol era el presidente, si Convergència su partido y si todos estaban en la misma olla, ¿cómo iban a activar las alarmas, las reivindicaciones, el pensamiento crítico? Y así tuvimos a los Òmnium y a los IEC y a tantas entidades civiles, felizmente calladas, convergidas todas en el maná que manaba del poder. En los mitines, Cataluña era el paraíso de la sociedad civil. En la calle, la sociedad civil se adelgazó tanto que casi llegó a desaparecer. Lo cual, en gramática del pujolismo, tenía su lógica: si Pujol era el guardián de las esencias, no podían existir otros guardianes, no fuera el caso que padecieran una peligrosa transformación: que de ser sociedad civil pasaran a ser sociedad crítica.
Pero bien, como existen los milagros o las reencarnaciones, según ofertas diversas en el mercado de las religiones, las venerables instituciones empiezan a bostezar y algunas, como el IEC, hasta consiguen articular palabras con sentido. Aviso para navegantes: el barco de la lengua naufraga, azuzado por las tormentas del bilingüismo, el pasotismo, la ineficacia legal y la complejidad de una realidad demográfica heterogénea, cuyo lugar de encuentro lingüístico es, únicamente, el castellano. Su uso social se va degradando en lugar de mejorar, y la voluntad de ser catalanoparlante con normalidad en Cataluña es, hoy, una quimera. Es un hecho que el idioma prácticamente ha desaparecido en ámbitos relevantes como el cine, el vídeo, la justicia, la empresa, el comercio; está seriamente tocado en otros ámbitos, como el de la Universidad, y allí donde se juega su futuro, en la calle, ni sabe, ni contesta. Si aplicamos la mirada global, la palabra tabú "desaparición" es ya una realidad en la periferia del ámbito lingüístico: ha desaparecido completamente en áreas vastas del territorio valenciano, es un cadáver entrañable en la Catalunya Nord y está en vías de extinción en las islas Baleares, tocado de muerte por obra y gracia del ínclito Matas. Pero nada de lo que ocurre es nuevo, y recuerdo que cuando escribí hace tiempo que entrábamos en zona de peligro, el oficialismo imperante me tachó de alarmista. No era políticamente correcto, en el baño María pujoliano, idílico como un edén, señalar que algunos símbolos patrios iban de mal en peor. Y sin embargo...
Dice el IEC, con razón, que sólo aplicando las leyes que ya existen, estaríamos sensiblemente mejor. Dicho así parece una chiquillada: existe un problema, existen las leyes que lo regulan, hay voluntad, cumplamos con todo ello. Pero cuando las leyes atañen a la lengua de un trozo de mundo que no está en el mapa, las leyes no lo son tanto, los riesgos preocupan menos y las voluntades, ¡ay!, están para voluntear por otros lados. Digámoslo con rotundidad: no hay ni un solo partido político, hoy, en Cataluña, que se haya tomado en serio el problema lingüístico, tratado como la patata caliente que es, de mitin en mitin, de despacho en despacho, pero alejado del compromiso que toda lengua de riesgo necesita. Los que gobernaron mil años hablaron de la lengua hasta la saciedad, la usaron y abusaron de ella en la retórica, la convirtieron en pelota vasca que tiraban a la cabeza cada vez que necesitaban algún voto almogávar. Pero permitieron que no se cumplieran las leyes, que nos colaran goles en propia puerta, que sus amigos empresarios, asiduos a los despachos donde cohabitaba alegremente el "todo Barcelona lo sabía", se rieran del catalán a carcajadas. Alguno hasta era diputado en el reino, pero hablaba la lengua del imperio en sus latas de conserva. Durante el pujolismo, el catalán fue lo que fue: retórica, sobrecarga simbólica y abuso partidista. Excepto en el tema de la enseñanza, donde imperó el consenso de la transición, la política lingüística ha sido un espanto. Sin embargo, todos estos están ahora en la oposición. ¿Son mejores los nuevos inquilinos del Pati dels Tarongers? Por supuesto, queda la duda del tiempo, que aún no ha escrito demasiados capítulos. Pero de momento no tengo la impresión de que ninguna de las tres almas del tripartito convierta su compromiso lingüístico retórico en un compromiso de acción. El idioma catalán continúa siendo un tema espinoso, incómodo, más bonito como arma arrojadiza que como prioridad política. Por ello mi pesimismo va a la par del pesimismo del IEC. Porque percibo liberalismo lingüístico radical -lo de la libertad individual, que dice Matas, como si las lenguas del mundo no fueran cuestiones colectivas y no estuvieran minuciosamente reguladas-, un pasotismo generalizado y una notoria falta de valentía. El catalán es un problema molesto y no veo a nadie por la labor de comprometerse seriamente. ¿Compromisos? Decenas de posibles, como por ejemplo regularlo como deber y no sólo derecho en el nuevo Estatut. Pero el primero sería hacer cumplir el marco legal que ya tenemos. Un marco legal que hoy es un cachondeo y que sólo se toman en serio los de la COPE y compañía, para encima fustigarnos. A cachondeo... Mientras, el catalán agoniza. Hoy esta afirmación ya no es una alarma en el horizonte. Hoy es una realidad en la calle.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.