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Casadas a la fuerza

Estados y naciones tienen un origen incierto, si bien está muy extendida la doctrina del conflicto. Pero en Europa sí es claramente observable el desarrollo del Estado e incluso, aunque con reservas, el de una conciencia nacional. En términos históricos, el absolutismo teocrático, aliado del mercantilismo, terminaría por borrar paso a paso de la ecuación el factor teológico. Si el poder eclesiástico ejercía sobre el poder político la autoridad del espíritu sobre la materia, el derecho natural iría tomando las riendas. Podemos seguirle el paso al nacimiento del Estado teocrático, su desarrollo, su auge, su decadencia y su muerte.

El islamismo, en términos generales o absolutos, no ha vivido este proceso histórico. En determinados países el poder sigue siendo teocrático, cuando no más que nunca. En algunos estados de Nigeria, la Sharia sólo regía en la esfera civil, ahora nada escapa a su jurisdicción. Lo último, según informó EL PAÍS, es la prohibición de la vacuna contra la polio. Alega el Consejo de la Sharia que el fármaco produce sida, infertilidad y cáncer. Está diseñado para que surta esos efectos. Genocidio ideológico, eugenesia a escala industrial. Muerto el perro se acabó la rabia. Por lo visto, la perversidad del capitalismo no tiene límites.

Sin llegar a eso, en el mundo musulmán perdura la que fuera también creencia cristiana: la subordinación del poder político al espiritual. Las dos ciudades de San Agustín, en quien la una es más ciudad que la otra. Dadle a uno lo que es de uno y al otro lo que es del otro... más lo que es de uno si éste da lugar con su conducta. Parece ser que en el Islam prevaleció el espíritu comunitario inculcado por la religión. Sé de una chica que estuvo muy enamorada de un musulmán marroquí. Fue una relación de años abocada al matrimonio. Pero esta joven fue descubriendo que si se casaba con su novio, lo hacía con toda la parentela, próxima y lejana. Era un clan, solidario y amoroso, empapado hasta la médula de la idea de ayuda mutua. El kinship medieval de la cristiandad idealizado todavía hoy por sociólogos conservadores. (Otra cosa es lo que se desprende de lecturas tales como El libro del buen amor y de The Canterbury Tales). La joven a la que me refiero huyó, enferma de un empacho de efusión sentimental crónica. Hoy reconoce, no obstante, que el espíritu tribal de la familia de su ex, tiene su lado bueno. Aquí cada uno va a lo suyo, dice. Es indudable que hemos sustituido la familia, el clan, la parroquia (la mezquita en el caso musulmán) por una miriada de asociaciones: desde partidos políticos hasta jugadores de póker, pasando por las juntas de vecinos, de asociaciones de cazadores o de contemplación de bandadas de pájaros trashumantes. Daniel Bell dio una cifra de más de 400.000 asociaciones en EEUU. A falta de amor, salsa rosa. A mayor asociacionismo, más alienación. No es que estos grupos disgreguen, sino que son producto de la disgregación, aspirina para el cáncer. Mejor jugar al ajedrez con un socio del club que con una máquina; con todo, esta sociedad suele empezar y terminar con la partida. No se derrama y está presente en toda la vida emocional del individuo. Dicho esto, cabe preguntarse cuántos musulmanes y musulmanas adoptarían el modo de vida occidental si pudieran.

Pero los infieles estamos ya demasiado corrompidos. No cambiaríamos nuestros Estados laicos por toda la gemeinschaft del mundo. Es más, deseamos que nuestras democracias se muestren más intransigentes con la cada vez mayor infiltración de credos totalmente incompatibles con nuestras constituciones e instituciones. En Francia, con sus aproximadamente cinco millones de musulmanes, estos quieren introducir la teocracia en el parlamento. Camino van de conseguirlo con la absurda aquiescencia de un cierto número de políticos e intelectuales de uno y otro signo. Mientras, imames dicen que los fundamentalistas interpretan torcidamente el Corán. ¿Qué debe importarnos eso? Que se las entiendan con sus textos sagrados en sus lugares de origen, como Europa se las ha visto durante siglos. Inmigrantes sí y vivan como quieran con tal de que no vulneren un ápice nuestro marco jurídico. Consintiendo, consintiendo, paso a paso, terminaríamos por aceptar las lapidaciones en nuestro suelo, por más que imames y conversos digan que matar a una mujer a pedradas no está ni en la letra ni en el espíritu del Corán. Lo que es claro es que está contra nuestro espíritu, reflejado en nuestros códigos. Aquí estamos luchando contra los malos tratos que algunos tipos residuales descargan sobre la mujer para que un imam predique a sus fieles que a la hembra hay que azotarla con suavidad. Ocurrió en este país, se produjo un mediano escándalo, pero ese individuo no pisó la cárcel y anda suelto.

Tratamos mal a los inmigrantes. Se les hacina, se les explota y se les aparta. Inspiran recelo y miedo y se tiende a achacarles mucho de lo que disgusta e inquieta. No se siente ni siquiera curiosidad por sus lenguas, por sus culturas. En el mejor de los casos impera la xenofobia pasiva. Es un sentimiento previo a la inmigración y que rebasa ampliamente las fronteras, nuestras fronteras, las europeas y las de parte de América. Yo le llamo el "síndrome Julio Verne". Brotes de curiosidad aparte, siempre minoritarios y endógenos, árabes, orientales, africanos, etcétera, todavía son para la conciencia colectiva occidental, poco menos que marcianos. Por supuesto, puro exotismo. A chinos y japoneses les apasiona Mozart y el más lamentable de los roqueros. La contrapartida es escuálida.

Extrañamente, en suelo europeo se practican ablaciones del clítoris, ventas matrimoniales de niñas... "El problema es tan grave", dice un fiscal de Cataluña, "que no me avergüenza reconocer que desde aquí podemos hacer muy poco". El problema es grave y sigue agravándose. Pero Europa necesita brazos y el entramado político-económico condiciona ciertas procedencias. ¿O no es así? Como fuere, uno piensa que es preferible la soledad del mundo occidental, con sus desoladores sucedáneos, a todo eso. Más que valores, derecho, más que amor, justicia. No me quieras tanto, pero hazme siempre lo justo. Prevalezca la cabeza, no el corazón.

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Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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