Maragall, ungido
Al parecer, existe en el seno del Gobierno tripartito que regenta la Generalitat cierta preocupación estratégica. Algunos sectores del Ejecutivo catalán creen que, en estos primeros 10 meses de gestión, se les ha ido la mano en lo tocante a la simbología identitaria, a los ritos patrióticos, a los gestos de afirmación nacionalista: la nueva ceremonia del 11 de septiembre en la Ciutadella, el homenaje a Companys en Montjuïc, el fuerte compromiso institucional con la devolución de los "papeles de Salamanca"... y últimamente la movilización oficial en torno a la selección catalana de hockey. Para corregir esos supuestos excesos, se anuncia un énfasis renovado en las políticas de izquierda, "un giro social que", según titulaba un rotativo barcelonés, "aparque el patriotismo".
Ellos sabrán lo que les conviene y lo que -apenas iniciado el debate del nuevo estatuto- pueden o deben aparcar. De cualquier modo, me parece evidente que a la figura presidencial de Pasqual Maragall no le ha sido nada dañino, sino extraordinariamente provechoso, comenzar su andadura bajo el signo de la gestualidad patriótica y del compromiso nacional. Por mucho que sus partidarios de siempre lo consideren injusto, es innegable que el Maragall recién investido de diciembre de 2003 aparecía, a los ojos de una importante porción de la ciudadanía catalana, como alguien dudoso, o tibio, o ambiguo en materia de convicciones nacionales, casi como un intruso en la presidencia de la Generalitat. Pues bien, menos de un año después es claro que las fobias subsisten entre las minorías más politizadas -¡si la alergia de algunos a Pujol duró 23 años...!-, pero creo que la identificación del presidente Maragall con el cargo que ocupa, la idea de que éste encarna y defiende a Cataluña con iguales legitimidad y fuerza que su predecesor, esos conceptos han ganado mucho terreno. Gracias a una hábil política de gestos del mandatario catalán, sin duda; pero, sobre todo, gracias a las desaforadas reacciones de la España profunda.
Dentro de la esquizofrenia estructural que caracteriza las relaciones entre Cataluña y España, hace ya tiempo que los anatemas y los dicterios procedentes de allende el Ebro son el óleo que consagra a un político catalán como genuino paladín de la personalidad y los derechos de Cataluña, el sacramento que lo convierte en encarnación -siquiera parcial- de la patria. Para no remontarnos en la historia a ejemplos más dramáticos, tomemos el caso de Jordi Pujol. Los años dorados del pujolismo como fórmula política y socialmente hegemónica se abren cuando aquel delegado del Gobierno en Andalucía apellidado Azorín anunció que ellos (los socialistas) iban a meter a Pujol en la cárcel, y se cierran con aquella portada del más madrileño de los diarios madrileños que equiparaba a Pujol con Franco bajo la común etiqueta de perseguidores lingüísticos; mientras, un potente coro mediático repetía que el verdadero amo de España era Pujol, y Felipe González su dócil marioneta.
Y, toutes distances gardées, ¿qué ha sucedido con Josep Lluís Carod Rovira? Hasta el pasado enero, Carod era el líder carismático de un partido emergente y el recién estrenado conseller en cap gracias a una combinación política que ni siquiera todos sus electores veían clara. Lo que le catapultó a un estadio superior, lo que borró sus eventuales errores, lo que le ungió como héroe y mártir de la nación, lo que impulsó a 636.000 catalanes a votarle el 14 de marzo fue el linchamiento posterior a su entrevista con ETA, fue la cascada de insultos tabernarios salida de todos los desagües de la caverna. Desde el momento en que ciertos energúmenos con micrófono lo describen cada día como "Rovireche, el que de verdad manda en España", Carod Rovira se ha ganado un lugar en la cumbre de la jerarquía político-simbólica catalana.
Bien, pues todo parece indicar que también Pasqual Maragall pertenece ya a tan restringido club y que, sin desdeñar los méritos previos (el pacto con "separatistas" y "comunistas", su presunto ascendiente sobre el "débil" Zapatero, etcétera), el espaldarazo definitivo se lo ha dado el asunto del hockey sobre patines. Que un éxito deportivo pionero y logrado a contracorriente sea pasto de emociones colectivas y de aprovechamientos políticos gustará más o menos, pero es inevitable. Sin embargo, que en plena fiesta aparezca Ángel Acebes -la cara más antipática del aznarismo... después de Aznar- para calificar la presencia de Maragall en Macao de "vergüenza" y "espectáculo bochornoso", para denunciar con cantinela de escolar chivato que el presidente "se fotografió con banderas independentistas" y que -¡horror de los horrores!- respondió a la pregunta de si Cataluña es España con un "Cataluña es Cataluña"; que el ministro fabulador del 11 M exija después del Gobierno central un castigo a Maragall, como si el presidente de la Generalitat fuese un recluta díscolo y Rodríguez Zapatero el sargento instructor, todo eso resulta tan grotesco, tan antagónico con la sensibilidad política común al 85% o más de los catalanes, que constituye para la imagen de Pasqual Maragall una auténtica bendición, un aval casi definitivo. Otra vez, la torpeza ideológica y la grosería intelectual de los adversarios externos engrandece a nuestros líderes y los blinda contra las críticas internas, por justificadas que éstas sean.
Así, pues, Maragall ha rentabilizado magistralmente no tanto la victoria del hockey catalán como la reacción histérica del Partido Popular.
Ahora, el reto del presidente consiste en gestionar el asunto sin caer víctima del fuego amigo del PSOE. El secretario de Estado para el Deporte, Jaime Lissavetzky, ya lanzó el otro día una andanada al afirmar que "no se va a producir nunca un España-Cataluña, nunca". Pero, quién sabe, a lo mejor Lissavetzky es un político de la escuela del conde de Romanones: "¿Cuánto es 'jamás' para su señoría?". "Por lo menos, tres meses".
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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