El derecho civil catalán, entre España y Europa
¿Adónde vamos con un código civil catalán? A venderlo y a venderlo bien: todo lo que no sea sacar un papel al que el resto de España y media Europa quieran apuntarse, será un fracaso. Si el nuevo derecho que queremos codificar sólo ha de ser una ley definida por sus diferencias con el venerable código español de 1889, más vale dejarlo estar y dedicarse a otra cosa. Los códigos civiles admiten pocos inventos, pero los productos realmente buenos que salen adelante siempre son los exportables. En ésta, como en otras tareas, el resultado estará bien si gusta más allá del Ebro o de los Pirineos. Si sólo nos resultara grato a nosotros, tendríamos que hacérnoslo mirar.
Las legislaturas y los gobiernos españoles democráticos surgidos de la transición emprendieron la reforma del derecho de personas y de familia. Luego, reformaron a fondo el derecho de sociedades, el concursal y el proceso civil, así como muchas leyes sectoriales a impulso de las exigencias de la Unión Europea. Pero la infraestructura del derecho privado ha quedado por hacer. Al efecto, los ministerios españoles de justicia posteriores del último cuarto de siglo no han promovido ninguna iniciativa recodificadora de fondo y el actual anda centrado en la violencia sexista y la ley procesal penal.
Así, en España las reglas básicas sobre los contratos y la propiedad no se han tocado desde el siglo XIX. No hay un solo código, sino dos -el civil y el de comercio-, y ambos datan de la Restauración. Ni los gobiernos del PSOE ni los del PP han mostrado ningún interés en recodificar contratos y propiedad, quizá porque, en este país, su centro carece de una visión del conjunto. Mas la naturaleza aborrece el vacío, y la inacción del legislador español ha encontrado respuesta en el catalán, que propone un código civil propio. A los juristas españoles unitaristas, adversarios del código catalán, siempre les he dicho que si se hubieran dedicado a lo suyo y hubieran impulsado un nuevo código civil español, bueno de verdad, como el holandés, aquí nadie habría movido pieza. Pero cuando uno no hace, debe, al menos, dejar hacer.
La empresa de construir el código catalán es ambiciosa y arriesgada. Podría salir bien y, entonces, la Cataluña legal habría vuelto a ser motor de España aproximándola a la mejor Europa.
Pero también podría salir mal, pues no está nada claro que la mejor ayuda legal que precisan los agentes económicos catalanes sea un nuevo código que añada más confusión a la ya existente. Acabo de decir que, en España, falta una regulación general del derecho de contratos o de la propiedad, pero hay leyes especiales a docenas sobre las mismas materias concretas. Y cuando se legisla sobre tal o cual aspecto parcial, las nuevas regulaciones no se llevan al código civil -como han hecho, admirables, los alemanes en 2002-, sino que quedan por ahí sueltas, sin que nadie acabe de saber cuándo se aplican unas u otras ni, mucho menos, cuál es la infraestructura en la que se integran todas. Por poner un ejemplo, en nuestro país hay cerca de media docena de regulaciones distintas sobre el contrato de compraventa.
¿Qué sentido tiene entonces que los catalanes, siempre laboriosos, incrementemos la confusión con nuestra propia filosofía legal para uso de compradores y vendedores? Sólo el dicho, la verdad: si somos capaces de fabricar un producto ejemplar, a lo mejor nos lo copian.
La piedra de toque es entonces que el producto guste y la mejor manera de comprobarlo es dejar que la gente lo elija para contar a continuación cuántos se han apuntado.
El nuevo código ha de ser máximamente electivo o, como dicen los especialistas, dispositivo: el número y la importancia de las reglas imperativas -las que se aplican aunque los interesados quieran prescindir de ellas- debe reducirse a un míninimo y, en cada caso, debe quedar clarísimo qué es imperativo y qué no lo es. El código debe recoger los mejores instrumentos y ponerlos a disposición de los catalanes sin imponérselos. Éste, se dice sin convicción, es un país pactista, de libertad civil. Vamos a ver si es verdad.
Al respecto, la experiencia reciente de la iniciada codificación catalana es hermafrodita: una misma regla puede afirmar y negar, dar un pasito adelante y otro hacia atrás, tratar de contentar a todo el mundo sin conseguir dar seguridad a nadie.
Un ejemplo vistoso es el artículo 121-3 de la ley 29/2002, la primera sobre el código civil catalán, según el cual las normas sobre la extinción de los derechos por el paso del tiempo son "de naturaleza imperativa". Sin embargo, añade: "Las partes podrán pactar el acortamiento o ampliación del plazo" legal. Uno está a punto de preguntar en qué quedamos, cuando el impávido artículo prosigue diciendo que el acortamiento no puede superar la mitad ni la ampliación el doble del plazo en cuestión.
Ya es afinar: pacta, pero con catalana moderación. Y rozamos al delirio cuando comprobamos que el texto remacha el clavo diciendo que el pacto es posible siempre que "no comporte indefensión de ninguna de las partes". Al profesional que recomiende un pacto al respecto, le aconsejo cubrir su responsabilidad con un burofax enviado al cliente advirtiéndole de que el camino da muchas vueltas. Antes de iniciar su construcción hay que saber adónde queremos que lleve. A Europa, claro. Pero no a la fuerza.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra.
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