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Columna
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Vecindad

En la ciudad que nos cobija hay dos clases predominantes de ciudadanos: los propietarios del piso en el que habitan y los arrendatarios. Luego queda el impreciso magma de visitantes, turistas, inmigrantes, mendigos y demás. Dijo un ingenioso escritor que la mejor manera de vivir en armonía con los vecinos es no tenerlos, pero eso queda confinado a los que disfrutan de viviendas unifamiliares. Constituyó un ideal a principios del siglo pasado y de ello quedan muestras en los hoy caros, y elitistas barrios que sobreviven envueltos en la urbe creciente. Por ejemplo, lo que hoy es Colonia del Viso y cercanas, estuvo compuesto por modestos y funcionales chaletitos de un par de pisos, con un mínimo jardín, semejante a las innumerables madrigueras donde viven los ingleses, pero de cemento y encalados, no el rojizo ladrillo de aquellas latitudes. Resulta difícil no tener vecinos, sean de una clase o de otra, pues parece avanzar, con timidez, la antigua fórmula de la vivienda alquilada, que tiene la ventaja de que puede ser sustituida por otra. Y el inconveniente de que no es la fabulosa inversión en la que se dejan los mejores años de la vida. La propiedad nos unce, nos ancla en un lugar del que resulta problemático deshacerse cuando lo deseamos o necesitamos.

Dicen que los hijos no abandonan el hogar paterno por el excesivo precio de las viviendas, cuando en lo que no se pone el énfasis es en la enorme carestía de los alquileres. Ser propietarios desde los primeros años de la vida activa es antinatural, pues se descarta o dificulta la posibilidad de cambiar el género de vida. Nos dicen que uno de los problemas de España está en la decreciente demografía y que la excusa para no tener hijos es, precisamente, la dificultad de alojarlos. Las jóvenes parejas evitan la descendencia por esa razón de la impenetrabilidad de los cuerpos, cuando se dispone sólo de 40 metros cuadrados para instalar a una familia.

Salvada la disquisición, volvamos al tema: el comportamiento social con quienes viven cerca. "Al vecino y a la muela, sufrirlos como se pueda", dice el sabio refranero, que también afirma: "Los vecinos, si buenos son amigos; si malos, testigos y enemigos". Aconsejable, por tanto, la vía de la tolerancia y la comprensión.

No resulta fácil y debería incluirse en la enseñanza primaria y obligatoria el aprendizaje a ser un buen vecino, dentro de la asignatura propuesta de respeto al prójimo, urbanidad y buenas maneras que, por cierto, se impartía hace cien años. Es cualidad innata en el ser humano la desconfianza y la agresividad contra quienes se acercan; por ello hay que doblarlo de normas educadas y amables. Aunque haya quien no lo crea, resultan mucho más eficaces para una placentera convivencia. Brindo una experiencia personal, como habitante de un último piso sobre el que se construyó -imagino que ilegalmente- otro más, retranqueado. Me llevo muy bien con los fronterizos inquilinos de la derecha, de arriba y abajo. Comprobé que, llegado el buen tiempo, mi pequeña terraza se convertía en una especie de cenicero y escupidera para los de la planta superior. Me sumí en una profunda meditación de la que fui descartando la ira, la venganza y un abanico de represalias.

Hecho balance, subí los veinte escalones que nos separan y pulsé el timbre. Con la mejor de mis sonrisas les tendí dos estupendos ceniceros de latón labrado. Descabalaban una media docena de coleccionista, pero tal gesto amistoso produjo una considerable disminución en el número de colillas, cajetillas vacías, envoltorios de chicle y otros detritus procedentes de las alturas. Para ser lo leal que ustedes se merecen -aunque ello devalúe mi sacrificio-, hace más de veinte años que no fumo y procuro que nadie lo haga en mis dominios. Tiempo después, y dado que las terracitas son completamente inútiles en Madrid, por el clima, la contaminación y la obligatoriedad de comprar plantas y cuidarlas, hice cubrir aquel espacio con una estructura desmontable de pladur, con lo que he ganado una grata habitación hasta donde me llega, muy amortiguado, el rumor del tráfico y la lluvia de objetos y residuos que, sin mala intención, despedían los habitantes del piso de arriba. Apliqué la vieja sentencia inglesa cuando asegura que para vivir en paz es preciso solicitarla del vecino. Por cierto, se han mudado y al sentir el trajín estuve a punto de pedirles que me devolvieran el regalo, pero no encontré ocasión ni energías para ello. Sigo en paz; con dos ceniceros menos, pero en paz.

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