Ángeles
Hace 20 años de la muerte de François Truffaut y 45 de su primera película, Los cuatrocientos golpes, la historia de un niño asfixiado en la escuela, engañado en la familia, aislado en un centro de menores y finalmente huido hasta llegar al mar, al borde de su vida. No tardé demasiado en verla, en los años sesenta, porque llegó relativamente pronto a los cineclubs. Luego, en los noventa, acompañé en Roma a un amigo que aún no la había visto a un cine cercano al Castel Sant'Angelo. Al salir aquella tarde a la calle que en ese instante era el camino de mi vida, había dejado atrás por segunda vez, en la oscuridad de la sala, la imagen congelada de aquel niño, Antoine Doinel, enfrentado al mar. Y todavía podía distinguir, contra un cielo ya muy oscuro, la silueta de los ángeles que flanquean el puente que lleva al castillo. El paso de Truffaut por el cine se parece mucho al de un ángel, es verdad. Pero esa tarde entendí que, como los ángeles de ese puente romano, Truffaut estaba hecho de una materia sigilosa, mezcla de la piedra y de la sombra, y que en las manos tenía espinos, clavos, súplica y ofrenda, ni un resto de purpurina.
El cine de Truffaut se hizo a contracorriente. Fue un crítico iconoclasta que al pasar a la dirección puso en práctica una poética de la sencillez. Él da una explicación insuperable: necesitaba tanto entrar en las películas que se sentaba a verlas lo más cerca que podía de la pantalla; así ignoraba la sala y se entregaba a su ansiada identificación. Pero no la conseguía con las películas de guerra ni con las de época ni con las del oeste. De modo, dice, que le quedaban las policíacas y las de amores. Y en estas buscaba sus dobles: gente desvalida, tipos en apuros que tienen la cara de pájaro de Jean-Pierre Léaud, el niño actor de la primera película y el adulto de otras muchas del propio Trufaut, o la del cantante Charles Aznavour.
Ahí nació un punto de vista riguroso que en sus manos nunca chirrió. Sencillez, naturalidad, levedad; una puesta en escena económica, fácil; intimidad sin intimismo, ascetismo sin aristas. Y personajes que se han alejado muy poco de la adolescencia y siguen abrumados por el descubrimiento de la inmensidad de las ansias y las decepciones. En el cine de Truffaut las personas tienen una vibración especial: la de los frágiles e indefensos pero también obstinados e irredentos enamorados del amor. Y del cine: en La noche americana un niño se mueve en sueños hasta la puerta de un cine para robar una fotografía de Ciudadano Kane.
Fue un abanderado de la vanguardia entregado a la lección de los clásicos. Al contrario de lo que se podía esperar, el cine de Truffaut es hoy, además de un oasis en medio del estruendo, un punto de referencia para el cine de autor. Y lo hemos vuelto a ver hace poco, sonriente, al principio de Soñadores, la última película de Bertolucci: Truffaut ante la Cinemathèque de París, en la primavera de 1968, manifestándose contra el cese de Henri Langlois, el hombre que fundó la memoria de la mirada del cine. Al final de esa película, por cierto, hay otra presencia frágil y cabezota: Edith Piaf canta "No me arrepiento de nada". Benditos sean.
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