Cimientos
En las películas de serie negra se repite muchas veces la siguiente escena: después de balear a un tipo hasta ponerlo como un colador los sicarios del gángster lo meten en una hormigonera, le dan unas vueltas para rebozarlo bien con mortero y luego lo arrojan a los cimientos de un edificio en construcción, donde el cadáver permanecerá dentro de ese féretro de cemento armado sin que nadie le moleste hasta que le despierten las trompetas del Juicio Final, si es que las oye. Sobre ese fiambre comienzan a crecer los pilares encofrados cuyo destino no será sino hacer cada vez más profundo el crimen. Alguna vez en Nueva York o en el propio Chicago he tenido una visión. He imaginado que todos los rascacielos están sustentados por las manos crispadas de mafiosos, que fueron acribillados con una metralleta desde el estribo de un Packard en marcha, y sus cuerpos ahora permanecen tumbados con el traje de hormigón, el sombrero borsalino puesto, los ojos abiertos hacia arriba, en las raíces de la ciudad. A un gángster le tiene que importar mucho en qué clase de cimientos, llegado el caso, arrojarán su cadáver, porque en éste, como en cualquier cementerio, también existe el prestigio fúnebre. No es lo mismo cargar con el pecho el Empire State, la catedral de San Patricio, el hotel Intercontinental de Chicago que una humilde licorería de Brooklyn. Un crimen perfecto es el que sirve de sostén a una obra que nunca será derribada. En el suelo de muchas catedrales hay lápidas funerarias con nombres de obispos y próceres. Basta con levantar esas losas y en seguida se hacen visibles a flor de mármol unos despojos cubiertos de brocados podridos y de medallas herrumbrosas, pero si en algunos templos se ahondara más, tal vez en la cepa de sus muros aparecerían brujas, criminales y herejes emparedados, unos fiambres que desde abajo dan solidez a las cúpulas llenas de ángeles. Esa misma fascinación mantiene en pie a los famosos rascacielos que se erigieron en Chicago y en Nueva York, en los años 30, bajo las balas de la Ley Seca. Si sobre aquellos cadáveres ignominiosos de las catedrales se celebran en el altar ceremonias litúrgicas, también en los altos despachos de los rascacielos se cierran grandes negocios, que no serían nada si no hubiera en su raíz unos muertos con los ojos de hormigón dándoles sustancia como notarios. Desde aquel tiempo las hormigoneras siguen acarreando muertos baleados hacia los cimientos. Nadie sabe qué extensión tiene este cementerio.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.