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Columna
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Centenario

La primera noticia sobre el próximo centenario de la muerte de Juan Valera la encuentro en el diario Córdoba. Publica José Manuel Cuenca Toribio su artículo El centenario de Valera y mi mente vuela al paseo de Recoletos. Allí, un monumento a tan extraordinario escritor nos recuerda las fechas de su nacimiento y muerte: 1824-1905. Valera nació en Cabra (Córdoba) y murió en Madrid un 18 de abril. Diez días antes se había hundido un depósito de aguas del Lozoya que sepultó a 40 obreros. A los 5 días de su muerte, el 23 de abril de 1905, se iniciaron las fiestas con motivo del tercer centenario de la publicación del Quijote. La Real Academia Española, de la que Valera era miembro, le había encargado un discurso para la conmemoración. Pero la muerte truncó el discurso. También, recientemente, ha fallecido, en vísperas de la celebración del cuarto centenario de la publicación del Quijote, José María Casasayas, presidente de la Asociación de Cervantistas, que tanta pasión había puesto en las próximas celebraciones, que, para su asociación, incluían un congreso cervantino en Seúl.

El monumento a Valera está situado en el andén ajardinado del paseo de Recoletos. A unos 30 metros de él, la cafetería El Pabellón del Espejo gasta una decoración de lujo dudoso. Hace unos años, crucé una noche delante del monumento a Valera y casi me llevé un susto. De repente, en la escalinata del monumento vi sentada -¿o está suspendida en el aire?- la estatua de una espléndida mujer y leí la leyenda allí esculpida: "1824 Juan Valera 1905". No había duda: era un monumento dedicado a Valera. Pero sólo veía la estatua de la mujer a la que, por cierto, le falta una navaja en la mano para que el paseante nocturno que cruce por allí pueda sufrir un infarto. Y como la leyenda decía que era un monumento a Valera y, en el conjunto escultórico, yo no veía por allí a ningún hombre, no me quedó más remedio que preguntarme: pero don Juan Valera, el gran diplomático que sirvió al Estado en Italia, Portugal, Rusia y Brasil, pero don Juan Valera ... ¿le daba al travestismo? No, me había precipitado. Cuando me serené y logré apartar los ojos de aquella mujer que asalta al caminante -y que, hay que insistir, no es don Juan Valera-, miré hacia el cielo y, allí desamparado, en el centro y en la parte superior del monumento, vi un pequeño busto: y entonces entendí. Aquel señor de arriba era Valera y la mujer que señorea el monumento era, claro..., ¡Pepita Jiménez!, su personaje novelesco más famoso y que, por inducir a colgar la sotana al seminarista Juan de Vargas, hijo de un cacique andaluz, tanto escándalo causó en el último cuarto del siglo XIX. El monumento es obra de Federico Coullaut-Valera, hijo del escultor Lorenzo Coullaut Valera. Padre e hijo iniciaron el monumento a Cervantes de la plaza de España. Por morir el padre en 1932 -el hijo tenía 20 años-, el monumento lo terminó solo el hijo, y tras muchos avatares, en 1956. El monumento a Valera podría muy bien ser el emblema escultórico de los estructuralistas, aquellos sabios lingüistas que, aparcando al autor y su biografía en el sótano, privilegian la importancia de la obra respecto a él -en este caso, la novela Pepita Jiménez- sin ningún reparo de que el autor gima, con amargura, en las tinieblas exteriores.

He simultaneado la lectura de Pepita Jiménez con la de Últimas tardes con Teresa, la magistral novela de Juan Marsé, lo que, claro, no le beneficia nada a Pepita Jiménez. Marsé es un autor que ha asimilado las técnicas narrativas modernas de Joyce, Proust y Faulkner, y Valera fue un escritor del siglo XIX con técnicas narrativas del siglo XVIII. Valera deslumbra por su excepcional cultura. Es quizá el único novelista español que ha sabido griego. Su traducción de la novela griega Dafnis y Cloe, de Longo, aunque infiel al original, se lee hoy con gran placer. La prosa de Valera es exquisita. Sólo la prosa de Bécquer -con diferencia, la mejor prosa española del siglo XIX: acabo de leer las dos páginas de su leyenda La voz del silencio... ¡y qué insuperable prosa!- tiene mayor calidad que la de Valera. Y Valera, como decía Pessoa, tiene la cualidad más difícil para un escritor: Valera tiene gracia. Y, además, su epistolario es el más importante de nuestro siglo XIX.

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