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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Madre (el drama padre)

Marcos Ordóñez

Uno. Como todo hijo de vecino, Sergi Belbel tiene su ying y su yang. Luminoso y cálido en sus puestas en escena, parece inclinado en su faceta de dramaturgo a mostrar lo peor de cada casa con un sospechoso gusto por la sordidez y la crispación sin apenas contrapunto. En sus montajes sabe ser claro y profundo, pero en obras como Forasters, recién estrenada en el TNC, la complicación gana por puntos a la complejidad. Forasters, su nueva entrega tras un silencio autoral de seis años, y su trabajo más ambicioso, es un melodramón familiar de estructura endiablada, un sorprendente cruce entre Buero (Historia de una escalera), Koltès (Retorno al desierto) y Antonio Losada (Mi secreto). También enlaza con una tradición novelesca muy catalana, la que va de Mirall trencat a Ramona, adéu pasando por El dia que va morir Marilyn. La función transcurre en un piso burgués del Ensanche y narra la vida de tres generaciones a caballo de dos tiempos, los años sesenta del siglo XX y la actualidad. Como la obra salta del pasado al futuro y viceversa, cada actor encarna a dos personajes: Anna Lizarán es, simultáneamente, la madre en los sesenta y la hija en el presente, mientras que la hija en los sesenta (Sara Rosa) pasa a ser la sobrina actual, y así doblan Jordi Banacolocha (abuelo-padre), Francesc Luchetti (padre-hijo), Ivan Labanda (hijo-nieto), etcétera. Luego el asunto se complica bastante más, pero ya llegaremos a ello (o no). Tal vez esa historia podría contarse de un modo más ordenado, pero allá cada autor con sus experimentaciones. Para mí, sin embargo, el principal problema es la duración de la obra: tres horas, entreacto incluido. Es muy larga por sobredosis, por acumulación. En la casa de Forasters ya no caben más conflictos. El desamor, el racismo, la falta de comunicación, la homosexualidad oculta, el cáncer (por partida doble), el peso del pasado, la violencia doméstica y todo lo que ustedes quieran. En la primera parte (años sesenta), la señora de la casa se está muriendo. No soporta a su marido (un calzonazos casi autista, como suele ser preceptivo en este tipo de "retratos de la burguesía") ni a su hijo, por homosexual y mediocre, ni a su hija, porque quiere vivir a su aire, o sea, lo que ella no pudo o no supo hacer. Tampoco puede tragar al padre de su marido, un viejo racista, mezquino, infantilizado. Unos emigrantes se instalan en el piso superior; no se explica muy bien cómo han ido a parar allí, pero Belbel lo necesita o no habría función. Hay unas cuantas "exigencias del guión", como que el viejo (recordemos: un abuelo burgués y catalán de los años sesenta) se pegue un chute de morfina para que la madre le increpe y los espectadores obtengan también una sobredosis de información acerca de su pasado. Hay mucho jeringazo informativo con formato recriminatorio: que si hiciste esto, que si dejaste de hacer lo otro, que si volverás a hacerlo porque así está escrito.

Dos. La temporada anterior, Belbel entendió de maravilla la bonhomía de Eduardo de Filipo, pero poco hay en Forasters de sus lecciones de humanidad. Aquí casi todo es agrio, hosco, violento, pasado de vueltas. Cuando aparece el humor suele ser tópico, como en las escenas del padre anciano con la criada suramericana (Patricia Arredondo). Predomina lo trágico, lo desmesurado, lo irresoluble, y con pretensiones de gran diagnóstico social: somos lo que somos porque no hablamos las cosas y un destino aciago nos fuerza a repetirlas. En eso se insiste unas cuantas veces, casi siempre a voces. Los actores realizan un enormísimo esfuerzo, pero en mi recuerdo pesan más los gritos y los retortijones, marcados por la dirección del propio Belbel: forzosamente, pues, ha de destacar la sobriedad de Jordi Martínez y Francesc Lucchetti. En cuanto a Jordi Banacolocha, un secundario de oro, parece no haberse despojado de las mañas de viejo cascarrabias de Sábado, domingo y lunes.

En la segunda parte, la principal obsesión de la hija (de nuevo Anna Lizarán), además de conseguir un poco de silencio para poder morirse, es que su sobrina no se líe con un extranjero y le pase lo mismo que le pasó a ella. En la agonía final coinciden los dos tiempos: la hija ya no sabe si es la madre o es la sobrina o la nieta, y a nosotros nos sucede un poco lo mismo. Al final hay un espectacular y literal juego de espejos que deja en mantillas al de La dama de Shangai, pero que requiere manual de instrucciones para no pillar una meningitis: "Tres mujeres y ocho miradas diferentes en dos cuerpos", acota Belbel, "parecen comprender, de golpe, un misterio hasta entonces impenetrable". Cómo me gustaría poder decir lo mismo.

Hablando de gustar, lo que más me seduce de Forasters es el retrato de la señora, el gran personaje de la función. En ese dibujo, complejo y rabioso, está el mejor Belbel. Una bestia egoísta, feroz, castradora, desesperada por tener que palmar en plena juventud, incapacitada para mostrar afectos, pero terriblemente lúcida y con una furia vital inextinguible. Hay un tema muy bonito: la señora deposita sus restos de amor en el hijo pequeño de los emigrantes porque quiere creer en la posibilidad delirante de forjar un vínculo, de empezar de cero, y quererle y educarle como no supo hacer con los suyos, pero ya es demasiado tarde. Y hay otro par de escenas que también me gustan mucho: la brutal conversación de la madre con el hijo homosexual, y el precioso diálogo, en la segunda parte, entre la hija moribunda y su hermano, unidos al fin, amansados por la inminencia de la muerte. A la hija, en comparación con su arrasadora madre, quizá le falte un poco más de vuelo, un mejor trazado dramático, pero la enorme Anna Lizarán está que se sale en su doble papel: todo un tour de force de talento, entrega y fuerza actoral.

Ese par de mujeres, inconmensurablemente servidas por la actriz, son el doble polo de atracción de Forasters: el resto me interesa menos. Sólo por ese trabajazo y por ese generoso regalo de Belbel a una intérprete en la plenitud de sus poderes vale la pena ir al Nacional.

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