Esa odiosa palabra
En un reciente artículo (La Vanguardia, 27 de septiembre), Manuel Trallero se hacía una pregunta sumamente sencilla, pero que nadie ha respondido todavía. Si, en efecto, como todo el mundo reconoce, era público y notorio que el juez Lluís Pascual (propuesto por los nacionalistas para el Tribunal Supremo) y el abogado Joan Piqué estaban cobrando millones mediante un chantaje generalizado contra los patricios de Barcelona, ¿cómo es posible que no apareciera esta información en ningún medio periodístico? ¿No había entonces en Cataluña ni un solo profesional, ni una sola empresa independiente? El último párrafo del artículo es devastador: "Y después dicen que la libertad de expresión no está amenazada en Cataluña. Menos mal". En cualquier caso, algo es seguro: en la Cataluña del poder, la verdad, esa palabra odiosa, no tiene una gran relevancia.
Trallero es una excepción dentro del oasis periodístico catalán, como lo es Gregorio Morán, quien esa misma semana escribía en el mismo diario un soberbio artículo sobre el bailarín Farruquito y su encantador hermano, así como sobre la nauseabunda ayuda que reciben por parte de abogados, jueces, periodistas e instituciones para enterrar un homicidio de una vileza espeluznante, con la excusa de que Farruquito "es un artista". La verdad (¡qué palabra tan odiosa!) es que el automóvil que mató a un ciudadano lo conducía el "artista", y sin carnet, por mucho que ahora un abogado sevillano quiera demostrar que lo conducía el hermanito menor de edad.
La cada vez más acentuada pérdida de credibilidad de la prensa escrita (a la filmada no es necesario desacreditarla) se debe a la desaparición de las empresas y los profesionales independientes que todavía hace unos años creían en tal cosa como "la verdad". En Francia, un diario tan conservador como Le Figaro tiene problemas para no morir aplastado por su dueño, el mercader de armas Marcel Dassault. No es distinto el caso español. Hace poco Enrique Sopena, experto en supervivencia en la jungla, aseguraba que un periodista independiente es una quimera. Sin duda hemos regresado a una época en la que la verdad (esa odiosa palabra) se decide cada día en los despachos de los grandes consorcios. Una época similar a los terribles años treinta, cuando la verdad tenía tan sólo dos caras: Hitler y Stalin. Hoy tiene una, la del potentado adherido a una o varias mafias. Poco a poco, tras unos decenios de ilusión liberal, el mundo de la política profesional regresa al totalitarismo, es decir, a la mentira. Curiosamente, el prestigio de la mentira ha crecido amparado en buena medida por unos intelectuales que se creían de izquierdas.
En un libro que editará durante el mes de octubre la prestigiosa MIT Press, True to life: why truth matters, el filósofo Michael P. Lynch expone su autocrítica. Merece la pena citar un extenso párrafo de la introducción: "Como muchos izquierdistas de los que se graduaron durante los años noventa, también yo tuve mis escarceos cínicos con la verdad. Jugué a ser posmoderno, simpaticé -en mi obra anterior- con el relativismo. Asqueado de la agresiva necesidad de Absoluto tan típica de la derecha, muchos como yo rechazamos hablar de una verdad objetiva y elegimos la vía de Richard Rorty, una salida irónica que coincidía con nuestras simpatías liberales. Dejamos de ocuparnos de lo justo y nos pusimos a cavilar sobre lo que mueve el mundo. Así nos sentíamos más modernos y menos ingenuos". (Tomo la cita de The chronicle of higher education, septiembre de 2004).
Creo que muchos universitarios de mi generación, con el retraso que corresponde a un país marginal, suscribiríamos estas palabras. Los últimos artículos del propio Rorty corrigen algunos de sus más radicales relativismos anteriores. No es un asunto baladí. La discusión sobre el relativismo exige paciencia y una alta dosis de habilidad técnica. Quien tenga buenos incisivos teóricos, que pruebe con El tercer dogma, de Manuel Hernández Iglesias, la última contribución, que yo sepa, a la cuestión del relativismo en España. La corrección de rumbo, sin embargo, la acuciante necesidad de un concepto renovado de "verdad objetiva", no parece haber llegado a la política.
Durante los últimos 20 años, quienes vivimos fuera de las murallas del poder hemos conocido el declive de esa odiosa palabra. La "verdad" comenzó a venirse abajo durante los años sesenta con los trabajos de Khun y Feyerabend sobre el lenguaje científico. Siguió, ya en los setenta, gracias a la peculiar adaptación de Derrida llevada a cabo por los departamentos universitarios americanos, y vino a dar en el cada vez más derechista relativismo cultural de los años noventa y el mercado de narcisismos pedigüeños. Quien tenga la humorada de leer el documento que ha parido el Fórum de las Culturas, pomposamente titulado Compromiso de Barcelona, se topará con ese modelo de conservadurismo en su versión más rancia, una sopa de trivialidades sobre la que flotan los vapores de una comprensión de la "diversidad" en la que todo da lo mismo. El oportunismo, la falta de criterio y la cobardía moral se disfrazan con los ropajes de la tolerancia y producen eso que los ingleses llaman sanctimoniousness.
Seguramente fue la justificación del ataque contra Sadam y el fraude de las armas de destrucción masiva lo que causó esta reacción en las universidades americanas. Así, por lo menos, lo presenta Lynch. De pronto una mentira colosal, seguida por un indisimulable fracaso, ponía de manifiesto la ineficacia de la mentira. El relativismo nació justamente porque ya no importaba el qué de la cosa, sino tan sólo su cómo. No vamos a perder el tiempo con definiciones, lo que importa es que funcione; no importa si es verdad que es "verdad", lo que importa es que funcione como verdad, decía el relativista. Según la conocida sentencia de una izquierda española: no importa el color del gato, sino que cace ratones. Ahora comienza a abrirse paso la constatación de que sólo si conocemos el color del gato sabremos si es capaz de cazar ratones. Si es rojo, por ejemplo, seguramente no cazará ni uno. Lo más probable es que nos hayan vendido un loro.
Después de la cura de adelgazamiento, libre de su grasa esencialista, quizás sería bueno que la odiosa palabra regresara al discurso público. Y que si vuelve a suceder algo similar al caso del juez Lluís Pascual, modelo de jueces para una clase dirigente que conocía al dedillo sus vilezas, algún periódico, radio o samidzat se haga cargo de esa verdad minúscula, diminuta, insignificante y, sin embargo, imprescindible para poder seguir leyendo diarios, aguantando discursos políticos o creyendo que vivimos en algún lugar de Europa con nombre propio, y no en una finca privada donde un par de matones dictan cada mañana la verdad del día.
Félix de Azúa es escritor.
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