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Columna
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Animales enfermos

La vida es sueño, dicen, decía Calderón, y otros han dicho que la vida es cuento (un cuento, según Shakespeare, contado por un idiota lleno de ruido y furia). También hay quien sostiene que la vida es simplemente una pasión baldía. Pero la vida, para algunos políticos enfermos, es un despacho, un coche y un sillón con su culo adherido para la eternidad; un despacho a despecho de la artritis y de la osteoporosis, del cáncer y la atrofia cerebral. Un despacho a resguardo de los males que inevitablemente alcanzan a la carne y al espíritu del común de mortales y que el común acepta con resignación (incluso con un punto de regusto nostálgico, como en la vida beata de Jaime Gil de Biedma). Pero algunos políticos (no pocos) se sienten tan excepcionales que consideran que la enfermedad no les afecta igual que a ustedes y que a mí.

No es triste, ni siquiera patético observar cómo se aferran a sus cargos, cómo defienden desesperadamente sus poltronas, cómo se arrastran con sus edecanes, delfines o vulgares machacantes de congreso en congreso y de inauguración en inauguración, sin fuerzas muchas veces para cortar la cinta de rigor, sin aliento para decir la última palabra ya inconexa, perdida como la cuenta de un collar. No representan, como pretenden con desfachatez hacernos creer, la abnegación, el altruismo o la encomiable vocación de servicio. Representan tan sólo la más cruda y mezquina derivación malsana del poder. Ignoran el efecto deplorable que produce su supuesto ejercicio de coraje ante la enfermedad o el paso ineluctable del tiempo. No son capaces de entender que hay algo profundamente obsceno en ese modo suyo de aferrarse al poder a cualquier precio. Tipos como Sadam Husein son una prueba extrema de hasta donde es capaz de llegar la abnegación de algunos dirigentes.

"He dicho que no", decía Manuel Fraga mientras se derrumbaba en la tribuna del Parlamento gallego y perdía la consciencia. Y tampoco era triste, ni siquiera patético ver cómo le evacuaban en una previsible silla de ruedas. Una providencial silla de ruedas que, imagino, le seguirá obediente a todas partes. Fraga quiere servirnos hasta el último aliento, hasta la última nómina, hasta el último guardia que se cuadre ante él y hasta el último coche oficial que desplace su cuerpo. Pero no es él el único servidor de esta clase. No hace falta mirar demasiado lejos para encontrar alumnos aventajados del viejo catedrático. Su resistencia, más que numantina, es inhumana. Los animales, cuando llega o se acerca el final, saben naturalmente hacer mutis con toda dignidad. Pero no los políticos aferrados al cargo y la poltrona. Esos no. Cualquier elefante africano podría darle clases de dignidad, por ejemplo, a cualquier senador vitalicio. Porque el orden natural de las cosas, afortunadamente, no es el orden de Fraga.

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