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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Amigos que matan

José Luis Pardo

"¿Es moral el capitalismo?" Cuando vemos brillar esta pregunta en las pastas plateadas de un libro escrito por un ex adicto al marxismo ortodoxo (completamente rehabilitado), tenemos una impresión parecida a la que nos causan esas "noticias", generalmente radiofónicas y difundidas en época de vacaciones, que nos anuncian los resultados de un importante estudio llevado a cabo por alguna universidad estadounidense, que llega a conclusiones de perogrullo a propósito de algún gran problema de la humanidad: o sea, sentimos deseos de sugerir que la próxima vez nos encarguen a nosotros la investigación, que llegaremos a inferencias igualmente sensatas con un gran ahorro de inversión.

Así que la respuesta a la pregunta de marras es, como todos ustedes han adivinado mientras leían este párrafo, no. Esto no significa que el capitalismo sea inmoral (¿les he dicho ya que Comte-Sponville abandonó hace tiempo el althusserianismo?), sino únicamente que es amoral, es decir, que no se encuentra en la categoría de objetos a los que cabe aplicar un juicio moral. Pero me temo que esto también lo sabían ustedes ya. Ahora, exactamente igual que sucede con las aludidas "informaciones de verano", si uno comete la imprudencia de reflexionar más de treinta segundos sobre ellas, empiezan a surgir preguntas incómodas: ¿no son las acciones humanas la clase de cosas a las que cabe aplicar calificaciones morales? ¿Y no es la economía (como realidad social) el resultado de un número indeterminado de acciones humanas?

Leyendo el agradable prontuario del publicista francés, nos enteramos de que no es nada recomendable intentar subordinar la economía a la moral, porque entonces uno se vuelve totalitario "a la rusa", aunque tampoco conviene subordinar la moral a la economía, pues ello implica tornarse ultraliberal "a la americana", y que lo prudente es quedarse, mediante un complejo sistema de primados y primacías, en un justo medio entre economía y moral, representado por la política que, mira por dónde, es el remedio "europeo". ¡Qué bonita es la filosofía, que tiene soluciones para todo!

Otra cosa son, claro está, las

estadísticas. Ellas también son amorales y se limitan a mostrar crudamente los resultados de las políticas de liberalización mundial de mercados en los últimos 25 años, que son bien conocidos: caída del PIB per cápita, reducción de las esperanzas de vida (hasta en 8 años en países en donde apenas llegaban a los 53), freno del proceso de descenso de la mortalidad infantil y del gasto educativo, y una expectativa de moderación futura de los salarios (hasta aproximadamente un 20% de lo que la OIT considera el "mínimo de supervivencia") cuando se culmine el proceso y la mano de obra global se incremente desde 600 hasta 4.000 millones de personas.

Jean-Paul Fitoussi nos propone un ejemplo para visualizar los efectos de la globalización: si imaginamos una sala que contenga una muestra representativa de la población mundial en la penúltima década del siglo XX, encontraremos grandes desigualdades, pero también integración civil, empleo y esperanza social (es decir, perspectivas de progreso en el curso de la vida y de que nuestros hijos vivan mejor que nosotros). Al día siguiente de iniciarse el proceso de apertura, en la misma sala encontraremos a un pequeño grupo enriquecido y docto, a unas clases medias que temen por su futuro y el de sus hijos, y a una amplia minoría en paro o bajo el umbral de la pobreza. Seguramente ya lo han empezado a notar ustedes en su barrio, y han experimentado algunas de las consecuencias de la subcontratación de los servicios públicos a cargo de multinacionales privadas. A ver cómo nos arregla esto la filosofía (o, en su defecto, el amable Comte-Sponville).

Si en nombre de la filosofía pregunta Rüdiger Safranski ¿Cuánta globalización podemos soportar? (a esta pregunta la respuesta es, como ustedes pueden suponer, más bien poca), escucharemos en su alegato final un mensaje más atrevido: el recurso a "la audacia de aquellos gigantes que antaño talaron los primeros bosques y abrieron los primeros claros". A uno que, quizá por falta de estatura, siente una desconfianza congénita hacia los gigantes, esta invocación le suena tan poco tranquilizadora como la declaración de Dan Gallin en Los desafíos de la globalización: "Los ciudadanos interesados en el futuro de la democracia no pueden cometer un error más grave que el de esperar algún aliento de los gobiernos democráticos". En esto, en que los gobiernos democráticos son un estorbo, están también de acuerdo los defensores filantrópicos de la amoralidad de la ciencia económica, que son esos gigantes que no dejan de talar bosques en todo el planeta: la eficacia mercantil, que a la larga es siempre lo mejor para la humanidad, sólo encuentra hoy día un obstáculo para imponer su norma, y es que no consigue hacerse socialmente aceptable y "popular"; un inconveniente que se solucionaría si se abandonase la atávica costumbre de celebrar elecciones periódicamente.

Y en verdad esta doctrina

que asegura que el mejor medio para crear empleo es eliminar el seguro de desempleo y la precariedad laboral el camino más corto hacia la riqueza debe estar conectada con aquella otra que, en el Mars Attacks! de Tim Burton, practicaban los marciales marcianos que disparaban sistemáticamente contra terrícolas desprevenidos mientras les espetaban: "¡No huyáis, somos vuestros amigos!". Por eso, como Safranski nos recuerda evocando a Kant, ante el doble lenguaje de la política siempre conviene anteponer el prosaico respeto al derecho al más lírico amor a los hombres, que es lo que frecuentemente invocan quienes pisotean la ley.

Claro que, como dice Comte-Sponville, la mundialización gastronómica es una suerte extraordinaria para quien le guste comer. Y no seré yo quien le quite la razón a una persona tan agradable y distinguida.

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