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Columna
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Vida Ikea

Al visitar los pisos de los amigos y descubrir que todos tienen tus mismos platos de loza, tu misma lámpara de papel e idénticas sillas de tijera, en lugar de considerarte ultrajado, uno se siente como en casa. En el proceso igualatorio de la globalización, Ikea no sólo ha homologado la apariencia, sino la vivencia, regalándonos la impresión de habitar un hogar de millones de metros cuadrados.

En una época en la que las ciudades se están convirtiendo en una única fachada de marcas y escaparates y sus ciudadanos en consumidores de los mismos cultos, ocios o comidas, se inició una voluntad de individualización, de personalidad única y diferenciada que ha fracasado. El espejo de igualdad ha colado su reflejo en nuestras casas y ése ha sido el fin de este intento de distinción y exclusividad. El hogar es un núcleo intimísimo, más aun que nuestro propio cuerpo, el epicentro sentimental y familiar de nuestras vidas. Contaminado nuestro refugio de esta invasora analogía, ya sólo nos queda rendirnos a la nueva vida Ikea.

Reconocer en los hogares ajenos la mesa Agen, el sofá Nikkala o las láminas de fotos en blanco y negro de cantos rodados, no sólo nos remite a un gusto y una economía común, sino a un mismo sábado por la mañana en el que probablemente fuimos compañeros de atasco en la salida 19 de San Sebastián de los Reyes, rivales de aparcamiento y de nuevo cómplices de sufrimiento en la caótica búsqueda de muebles en el almacén de la planta baja.

En un momento en que cobra cada día más consistencia el término "ciudadano del mundo", va dejando de tener sentido el entorno privado y exclusivo. El planeta se clona a sí mismo económica, cultural y estéticamente. Las series de televisión, Gran Hermano y demás platós de la pequeña pantalla se decoran con muebles de Ikea para que el espectador tenga la impresión de estar dentro de la tele y los personajes en nuestro propio cuarto de estar. Ya no se pretende crear ámbitos diferenciados entre la realidad y la ficción, lo propio y lo ajeno. Se rompen las barreras y uno cobra la sensación de transitar por un prado televisivo, comercial y doméstico sin obstáculos ni distorsiones, por un paisaje conocido, llano y uniforme.

Ahora, lejos de padecer la homogeneidad como un virus contagioso, agradecemos que las vistas nos resulten familiares, que en los viajes al extranjero los lugareños no se nos presenten ajenamente hostiles y que las comidas no estraguen nuestros estómagos. El turismo exótico se ha ido devaluando ante el fraude de un "otro" mundo contaminado por la occidentalización. Hoy, cada vez más gente recurre a los valles o las playas de su niñez, a entornos entrañablemente cercanos, a experiencias fácilmente narrables y accesibles a la gente próxima.

La privacidad se ha tornado imposible e incómoda. El control que ejercen sobre nuestras cuentas los grandes centros comerciales, sobre nuestra ubicación física las compañías de telefonía móvil o el registro encubierto de nuestro correo electrónico por parte de las empresas de Internet, nos ha llevado a un extremo en el que hemos dejado de indignarnos para entregarnos. El pudor se ha reconvertido en una liberadora desinhibición provocada por la igualación. Ya no hay vergüenza por enseñar una casa, un guardarropa o una dieta: es igual a la de todo el mundo.

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El simulacro de dormitorios o salones confeccionados en Ikea es espacio común donde cada uno de los visitantes enmarca sus sueños de convivencia. Podría resultar de un voyeurismo obsceno observar a los clientes figurando en esos teatrillos prefabricados, espiar cómo fingen y fantasean con habitar esos lugares, sin embargo no hay rubor. Ikea es un parque temático de la vida privada, un escenario de intimidad, términos contradictorios que hoy tienen pleno sentido y aceptación.

Lo novedoso es que, con la naturalidad con la que hacemos colas en las cajas de Ikea delante y detrás de otras personas con las mismas perchas de colores, los vasos floreados y los muebles de madera clara y aluminio, andamos por las casas de los amigos o el gran centro comercial de San Sebastián de los Reyes o Alcorcón. Con la impresión de habitar un universo único y de todos, sintiéndonos por primera vez como nos invitaban a hacerlo aquellos dependientes de las singulares tiendas de barrio hoy fracasadas: como en casa.

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