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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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En la buena dirección

A DIFERENCIA de otros ministerios, que han incurrido con más frecuencia de la deseable en lo que antes se llamaba hablar a tontas y a locas y hoy se dice "meras reflexiones" o también "posicionarse", los titulares de Educación han procedido de manera encomiable al acometer la necesaria reforma de la Ley de Calidad. Suspendieron, para empezar, los artículos no ya manifiestamente mejorables, sino simplemente aberrantes, y han continuado abriendo un debate como es debido, sobre un texto bien articulado, reflexivo, quizá un punto prolijo para gentes muy apresuradas, pero con propuestas claras y dignas de tomarse en cuenta. Es posible que si, sobre la cuestión territorial, el Gobierno hubiera elaborado un texto similar antes de tocar la campanilla convocando a todo el mundo a debatir, y a ver qué pasa, no tendríamos que lamentar hoy el pandemónium del que a lo mejor salimos o en el que a lo peor encallamos.

En cualquier caso, ante los asuntos educativos es necesario desechar una idea puesta de nuevo en circulación, producto de las nostalgias que rodean los soles de la infancia: que cualquier tiempo pasado fue mejor. No es verdad, sobre todo en España, donde los tiempos pasados fueron, por todos los conceptos, peores. Hace más de medio siglo, el profesor Martín de Riquer, miembro de tribunales del añorado y rimbombante examen de Estado del bachillerato de Sainz Rodríguez, escribía que la mayoría de los alumnos producía "una impresión general desoladora: hablan de escritores españoles y extranjeros con total y absoluto desconocimiento de su significación cultural y humana, y sin la más ligera idea de su estilo ni de sus peculiaridades y sin haber leído ni una línea de los autores de mayor trascendencia". Martín de Riquer era en 1952, y afortunadamente es hoy, hombre sabio y prudente: sus razones tendría para afirmar que "la mayoría de los alumnos que actualmente se presentan al examen de Estado español no podrían aprobar el bachillerato extranjero".

¿Lo podrían aprobar los miembros de la generación que ahora nos gobierna? En lo que se refiere al dominio de una lengua extranjera, seguramente no. Es lamentable, e incomprensible, que los presidentes y parte considerable de los ministros de éste y del anterior Gobierno se hayan manejado tan mal en inglés. Y eso que recibieron su educación secundaria durante el tramo final de la dictadura, cuando regía el bachillerato de las dos reválidas de Ruiz-Giménez o el unificado y polivalente de Villar Palasí. Cero en inglés no es la mejor carta de presentación para moverse hoy por el mundo. Y en otras materias tampoco hay mucho de qué fardar: de lengua puede que anden sobrados, pero en lengua son manifiestas las carencias. Y seguramente en matemáticas, los actuales cuarentones tampoco deben de andar por encima de la media.

Que es, precisamente, el problema, también hoy, como ayer. En cualquiera de las estadísticas educativas resulta evidente el déficit que arrastramos en el dominio de la lengua o, mejor, de las lenguas: materna, propia o extranjera; y de las matemáticas, materia en la que, al menos desde los tiempos de Echegaray -que ya percibió el detalle-, andamos siempre a la cola. Reforzar esos ámbitos, y el aprendizaje de los nuevos lenguajes electrónicos, no sólo en el currículo, sino en la atención más personalizada a los alumnos, es una exigencia, costosa pero irrenunciable. Como lo es implicar a todo el claustro de profesores en el proceso evaluativo de cada alumno sin caer en el fácil expediente del número de asignaturas aprobadas. A condición, claro está, de que los claustros se tomen en serio la tarea.

Campean en el documento presentado a debate por la ministra de Educación unas maneras perfectamente adecuadas a la gravedad de los problemas que se abordan -diversidad de situaciones de los alumnos, vías profesionales, acceso a la universidad, educación en valores-, bien lejos de la autoritaria displicencia de que hizo gala en tantas ocasiones el anterior equipo y del alboroto levantado por quienes a la mañana siguiente ya lo habían descalificado. Particularmente razonables y ponderadas son las reflexiones dedicadas a "la enseñanza de las religiones", que se devuelve al confortable y muy holgado lugar del que nunca ha dejado de disfrutar en la escuela pública de la España democrática. La intemperante y agresiva respuesta de ciertos obispos, llamando a una guerra santa contra la persecución, revela únicamente la miseria moral a la que una gran institución como la Iglesia católica puede descender cuando toma como un derecho la costumbre de vivir agarrada a las ubres del Estado.

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